Habíamos parado en un pueblo de los páramos de Nihjirt. Veníamos de la ciudad de Newtert en la costa norte del territorio Swert. Nos dirigíamos a la estación de ferrocarril de Trasghtrow más allá de los páramos. Y después de días de camino en nuestros carromatos tirados por animales, decidimos parar en este pueblo. Estábamos agotados. Acampamos en las afueras sin pedir permiso por el momento ya que el cansancio nos impedía hablar nada con cierta concentración. A la mañana siguiente el sol brillaba y unos niños del pueblo nos miraban con curiosidad. Decidimos dar una vuelta por el pueblo y comprobar los ánimos de sus habitantes. Nosotros, Tilema y yo, decidimos ir por nuestra cuenta; en solitario. Nos dimos pronto cuenta que el pueblo era de trazados sencillos. La mayoría vivía en casas pequeñas rodeadas de jardines o césped. No había cierres o cercas como habíamos observado en otros pueblos o en nuestro propio territorio Swert. Seguimos una calle cualquiera y fuimos a dar a un templo construido de madera, exclusivamente de madera. La puerta estaba abierta y pasamos. Dentro nos sentamos en un banco alargado y contemplamos el espacio interior de aquella iglesia. Todo era sencillo. No había ninguna imagen ni ostentación. Tan sólo un púlpito y una biblia y cristaleras de color azul y rojo. Transparencia y sencillez. La vida del espíritu reducida a lo elemental. Ningún aspaviento metafísico en la forma. Aquella religión invitaba más a la aceptación de lo ordinario, de lo corriente en la vida diaria. No había pretensiones de alcanzar algún imposible. Un atril para leer la Palabra impresa y luego comentarla. Quizás un himno intermedio o una oración espontánea. No parecía haber más.
Salimos del templo y seguimos caminando por una calle que parecía acabar en una pradera. La mañana era templada. Todo invitaba a la calma y al equilibrio. Y allá en aquel jardín vimos unos pequeños pajarillos diminutos tratando de beber en un bebedero de cristal que parecía un frasco o tarro. El jardín estaba muy bien cuidado. Ninguna ostentación. Nada exagerado en las plantas o arbustos allí plantados. Incluso la pareja de ancianos que ahora divisábamos allí sentados en cómodos sillones de mimbre bajo el porche de la casa, no parecían sobresaltarse para nada con nuestra presencia. Es más, ella, la señora, se levantó y vino hacia nosotros manteniendo una sonrisa nada forzada; nada artificial, sino natural y ecuánime, con su mirada azul recorriendo nuestros rostros todavía algo cansados y plenos de curiosidad e incertidumbre. Nos preguntó si veníamos de lejos. Creo que sintió cierta compasión por nosotros y nos hizo pasar a su casa. Su marido preparó café y té y, mientras, la señora nos fue enseñando la casa. Y de nuevo la sencillez bañada por una luz intensa de un sol que iba bañando las praderas lejanas y así mismo las habitaciones de una casa limpia, con muebles más bien funcionales que de adorno superfluo. Una vez servidas las infusiones el marido sacó un pequeño album de fotos y poco a poco nos fue enseñando a sus hijos, a sus nietos, su propio pasado. Pronto supimos que uno de los hijos más queridos había muerto en la guerra de Mastregh cuando los Nutrewt intentaron desplazar a los Nihjirt de sus territorios, pero la valentía y el coraje de estos últimos neutralizó la agresividad incontenible de los Nutrewt llegando a un pacto de no agresión que ya duraba décadas. Aquel hijo muerto vivía y revivía en aquellas dos almas ancianas y las lágrimas saltaron por un momento, para luego pasar rápido a unos nietos que ya eran mayores y ahora vivían lejos, en ciudades y territorios lejanos. Pero allí, en aquellas fotos, los nietos eran todavía niños y la inocencia todavía resplandecía en las miradas: las miradas que confían en la vida y en los mayores que los rodean: juegos y misterios, miedos y calor de protección materna.
Después de ver el album y hablar por algo más de tiempo nos desearon un viaje feliz y una confianza en Dios. Sabían que nuestro futuro estaba aun por resolver, y que nuestra marcha o huída o peregrinación o simplemente nomadismo; era consustancial a nuestro pueblo. La señora nos dio un beso suave y un débil abrazo. Para ellos la vida ya había cumplido su propósito. Tan sólo era custión de esperar sentados en su jardín hasta que las fuerzas se extinguieran como la luz de una puesta de sol invernal.
Tielma y yo nos fuimos con la sensación de que en la vida existe un punto de intimidad y refugio que jamás nadie puede profanar. Tan sólo si nos abren las puertas podemos entrar, pero con cuidado, con delicadeza y dejando las cosas como estan o estaban. Debíamos de volver a nuestro campamento para, una vez repuestos, seguir en dirección a la estación de Trasghtrow.
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