Georgetown está a la orilla del Potomac. Es un barrio de Washington que conserva un estilo de arquitectura propio de una ciudad de clase media inglesa. Las casas son de un solo piso, quizás algunas dos; pero todas ellas tienen esas contraventanas de hojas plegables típicas inglesas y la hoja de ventana es del tipo guillotina. En comparación con las ventanas españolas estas son más estrechas, lo mismo las puertas de entrada. Son casas de ladrillo rojo que siguen el trazado europeo y por lo tanto están pegadas unas a otras con su típico jardín frontal. Georgetown es un barrio caro. Posee los restaurantes y las tiendas más exquisitas de Washington, y también las mejores librerías. Era a la librería Garfield & Novel, quizás la más completa, a donde solía ir para después, una vez revisadas las nuevas adquisiciones, deámbular por las calles y perderme un poco en las evocaciones que Georgetown me producía. Cada lugar que he visitado me produce unas evocaciones especiales, quizás unas vibraciones que producen efectos espirituales. Georgetown siempre me llevaba a un mundo que como siempre ya había visto o vivido o percibido en alguna parte. Es posible que la percepción conectara con alguna vivencia infantil temprana, puede ser. Pero era un mundo que podía recrear con claves de interpretación visual y sensorial muy alejadas de la normalidad, de la rutina; aunque en Washington mi rutina quedó en suspense durante los tres años que viví allí.
Y entonces podía imaginarme a los vecinos de otra época salir de sus casas y hablar entre ellos y yo viendo aquellas escenas con una perspectiva infantil; como un niño que luego habría de seguir jugando por las calles para luego meterse en su casa con sus padres y hermanos. ¿Qué casa y qué padres? Me podía ver jugando por allí con otros amigos saltando aquella valla o subiéndome al árbol del jardín de la viuda Cuthbertson. Podía entonces imaginarme las fronteras del barrio que indicaban el más allá a donde debía de salir algún día. Cuando veía las iglesias bautista o presbiteriana o episcopaliana, entonces yo entraba a los templos vestido con traje y corbata acompañado de toda la familia y allí estaba el reverendo Norton con su sermón y a su mujer Martha al órgano dispuesta ya a tocar el himno número 124. Después sería la comida en el comedor de ventana doble con la vista al jardín de los Mathews. Mi padre hablaba inglés y contaba sus anecdotas de sobremesa. Mi madre callaba manteniendo una serenidad que conjugaba con la discreta decoración de la casa. Los hermanos tenían todos sus historias de barrio o escuela que contar. Miro al cielo y la luminosidad pertenece a una tonalidad distinta a la de Texas o Asturias. Esa tonalidad es el secreto de la vivencia que entonces y ahora percibo. Es la música que envuelve la experiencia y que nadie salvo yo puede sentir y comprender. Esa es la profundidad del espíritu que en cada uno se manifiesta de diferentes maneras. Hasta una planta o un papel que se arrastra con el viento por el asfalto se ve encubierto por esa tonalidad misteriosa. Es esa tonalidad la que me ha llevado a explorar las religiones, el misticismo, la literatura extraña. Y es esa tonalidad la que me ha mantenido siempre al margen de todo dogmatismo, toda encerrona ideológica o religiosa; porque en el fondo de la vida de cada uno hay una voz profunda más allá de las fronteras de los barrios, de los países, de las montañas más altas, del horizonte del mar; del espacio oscuro de la noche, o de los sueños, que nos llama o nos habla con nuestro nombre propio.
Esa voz. Esa voz suave que parece comprender la totalidad de lo que somos, pero que se sumerge cuando la rutina o los conflictos imponen su opacidad. Sigo caminando por Georgetown y ahora veo el pequeño taller abandonado. Veo coches de otra época entrar y salir y allí está Bill Levison con su ropa de trabajo y un gorro de visera cubriendo la cabeza. Bill se mueve en todas direcciones buscando una llave. Los mecánicos están metidos en fosas o con la cabeza sumergida entre las entrañas de un motor. Afuera llueve. Enfrente del taller está la escuela. Bill habla con un cliente y de repente su vista se queda fija en mí. ¿Quién soy para él? Debo de ser alguien que él ya conoce. Y entonces recuerdo a Bill Levison tomando su cerveza y bromeando con mi padre en el porche de su casa cuando las cosas le iban vien y Tony y Rose jugueteaban conmigo enfrente de la casa. Bill era un hombre bueno que tenía pocas ambiciones. Que siempre mostraba generosidad con todos y nosotros los chiquillos sabíamos que era bueno y nos inspiraba tranquilidad y confianza. Pero un día Bill no volvió a casa. Un elevador de coches falló y Bill quedó aplastado bajo el coche. Había sido un descuido de un aprendiz nuevo. Un accidente. Un suceso que cambió la vida de la calle Jefferson. El funeral se celebró en la vieja sinagoga de la esquina y pronto se fue disolviendo la familia. Su mujer Esther se llevó a Tony y Rose para Nueva York y aquella casa quedó cerrada por mucho tiempo. Pero el recuerdo de Bill Davison quedó en la casa. El espíritu de Bill deámbulaba por la casa. Y yo veía a Bill sentado en el porche con su cerveza y le contaba todo lo que iba sucediendo en el barrio. Bill era siempre bueno y comprendía y nunca dejaba de sonreir. Luego el tiempo fue pasando y Georgetown fue alejándose hasta perderse en la memoria. Pero ahora era capaz de recordar y de ver y la tonalidad me inundaba y daba rienda suelta a mí imaginación.
Georgetown. Mis paseos por Georgetown se convirtieron en un ritual del que no podía prescindir y sin el cual la vida en Washington no hubiere tenido el extraño color que tuvo. La extraña música lejana. La voz y su llamada íntima.
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