El tren paró en el pueblo de Kross. Hacía un sol esplendido aquella mañana. El reloj de la estación marcaba las 10. Nos bajamos los cuatro y comenzamos a pasear por las calles principales. Sólo había silencio. A veces veíamos a alguien caminar y meterse en una tienda, otras eran niños que corrían solitarios, aunque no precisamente tristes. Pero todo se hacía en silencio. De vez en cuando pasaba algún coche o autobús, pero la gente parecía no conocerse. Daba la impresión de que no se hablaban entre ellos, pero tampoco parecían personas infelices; de hecho era lo contrario, pues los rostros reflejaban más bien serenidad, Cuando se tropezaban con nosotros nos hacían una reverencia y seguían su camino. El pueblo estaba tan ordenado que parecía el salón amueblado de una casa limpia y ordenada. Todo invitaba a una rutina impecable.
Había supermercados abiertos y hasta cafeterías que despedían un olor penetrante de buen café. Entramos en una y pedimos cuatro cafés.
--En este pueblo sobran las palabras—dijo Filmar
--Sí, pero es un silencio que invita al sosiego—continuó Nacor
--Todo el mundo parece estar en su sitio, contentos y satisfechos—adelantó Jeffad.
-- Me gustaría vivir en un pueblo como este, estoy cansado del ruido y ajetreo de nuestros pueblos—dijo Selah degustando aquel café humeante.
Entonces nos dimos cuenta que salvo una primera mirada de reconocimiento, no despertábamos curiosidad alguna. Acabamos el café y seguimos explorando el pueblo de Kross. A las afueras había pequeñas fábricas, pero la mayoría de la gente parecían ser agricultores y ganaderos. Todos estaban dedicados a sus trabajos y ocupaciones con la mayor entrega, serenidad y silencio.
De vuelta a la estación nadie de nosotros quiso hacer ningún comentario. En silencio entramos en el tren y en silencio esperamos la salida hacia otros territorios. Kross era un pueblo distinto. Cuando el tren se puso en marcha y había recorrido unos pocos kilómetros rodeando unas colinas, todas nuestras miradas se fijaron con sobresalto en un inmenso edificio de mármol azul claro que irrumpía el cielo con cuatro torres de una altura desmesurada. El sol hacía brillar aquella atrevida construcción de forma tan intensa que no pudimos mirar por mucho tiempo. Una vez que el tren se fue alejando, iba quedando atrás la silueta de aquel intrigante edificio con sus torres lanzadas hacia el cielo. Nadie supo decir nada y seguimos sentados en silencio a través de la infinita llanura.
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