Desde muy temprano me di cuenta que yo no quería estudiar. La vida en un instituto me parecía una esclavitud y una servidumbre. Yo no quería estudiar y cuanto más me forzaren más me negaba a ello y más lo odiaba. Odiaba a los profesores menos al de gimnasia; y, a otro que nos contaba su vida y nos aprobaba a todos sin prácticamente hacer nada. Hacía todo lo que podía para que me echasen de clase y del instituto, pero como era menor de edad estaba obligado a estar allí perdiendo el tiempo 6 horas diarias sin más cosas que hacer que dar la lata todo lo que podía; provocar a los profes, hablar, jugar y romper lo que podía. No había manera de que me echasen. Incluso había salido una perversa ley que hacía imposible que un profesor te echara del aula y así cuanto más le provocabas a aquel infeliz menos podía hacer él o ella para quitarte de delante. No podían los profes echarte, con lo cual aquello resultaba insoportable y mi agresividad se tornaba más malévola. Hacía lo posible por joder las clases y lo único que sacaba era que la profesora se amargara, llamara a mis padres o a la psicologa de turno. Lo de la psicóloga era el recoñeo. Ya sabía cómo contarle mi rollo de chico sufriente, de víctima pasiva a tantas injusticias familiares y sociales; y normalmente el psicólogo te hacía caso o te diagnosticaba cualquier parida y te ponían a escribir tests y mientras duraban los tests pues te librabas de alguna clase o aprovechabas para ir a la cafetería a tomar algo diciendo que te había mandado el psicólogo o psicóloga. Todo menos echarte del instituto de una puñetera vez. Mis padres no podían conmigo y entonces intentaban justificar su total carencia de autoridad echando la culpa a los profes y los profes a los padres y yo me recoñeaba de todos.
Fue todo un calvario y a más de un profe le amargué la vida y la existencia con gusto, después de todo para eso les pagaban: para hacer el paripé de que enseñaban y salvo cuantro listorros que sin ir al instituto hubieran estudiado igual porque se lo pedía el cuerpo, los demás vagueábamos lo que podíamos sin que nadie te hiciera nada, sin que te pudieran dar una hostia o mandarte a algún cuarto los ratones a pagar el precio de tus diabluras. Así no valía. Hubiera sido mejor que los malos estudiantes como yo hubiésemos tenido que arriesgar algo, recibir algún castigo serio para que nuestras malignas acciones y sabotajes adquirieran cierta dignidad; pero no el Estado nos mimaba para hacernos padecer el aburrimiento más perverso y anodino jamás experimentado por adolescente alguno. Era todo una mierda.
Así que cuando tuve 16 años di un corte de manga cósmico al instituto y empecé a encauzar la vida a mi modo y manera y a asumir mis errores como míos y así llegar a ser lo que el cuerpo me pidiera. Aquellos fueron años perdidos para siempre.
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