Me embarqué en la búsqueda de Dios y fui recorriendo ciudades, pueblos y naciones. En todos los sitios preguntaba dónde podía ver a Dios pero todo el mundo me decía que eso era imposible, pues Dios era invisible. Casi todo el mundo que hablaba de Dios con seguridad absoluta eran santones visionarios o profetas esquizofrénicos o sacerdotes medio locos y sexualmente perversos. Ellos decían que Dios existía y que ellos lo habían visto, oído o tocado. Otros creían en Dios porque habían visto una estatua de virgen o santo hablar, o moverse, o supurar sangre. Otros decían que creían porque después de mucho pensar y de haber llegado a saber que todo lleva a un vacío y a una nada, era preferible creer en Dios; aunque no existiera o fuese una pura invención. Un sabio chino me dijo que buscar a Dios era una pérdida de tiempo y que lo mejor que hacía era casarme con su nieta para darle muchos nietos. En las montañas de Perú una vieja bruja me dijo que Dios era algo que estaba muy dentro de nuestra cabeza y que si bebía un te que ella me había preparado quizás podría llegar a verle, pero que no respondía de lo que podía haber dentro de mi cabeza, pues el último que había bebido su brebaje se había tirado por el barranco cercano para apaciguar las visiones diabólicas que le iban comiendo el cerebro. Hablé entonces con el rabino de una anciana comunidad de hasidim en un pueblo muy remoto de Asia y me dijo que Dios era quien me estaba haciendo viajar de ese modo para llegar en algún momento a descubrirle. Me dio entonces un enorme coscorrón contra la pared de la sinagoga y cuando estaba viendo miles de estrellas entonces me dio un viejo pergamino con un dibujo muy extraño, algo así como un mapa. Me fui de allí con un fuerte dolor de cabeza mientras oía al viejo rabino reírse de mí a carcajada limpia. Cuando llegué a la Gran Ciudad del país más avanzado del mundo fui a un sabio profesor a preguntarle sobre Dios, pero me respondió que ya nadie sabía nombrar tal palabra salvo para referirse a las creencias cretinas y supersticiosas de civilizaciones pasadas. Dios era una palabra sin más referente que la idiotez y la antropología cultural, me dijo el tal profesor con desprecio. Me fui muy desorientado y confuso.
Pero cuando ya creía haber perdido mi esperanza y me dedicaba a deambular por la Gran Ciudad fría, inhóspita, llena de espantajos humanos pretenciosos, sibaritas y sexualmente polimorfos; encontré un templo viejo y medio derruido en un barrio decrépito de la Gran Ciudad.
Cuando entré había tres personas sentadas en diferentes bancos que estaban orando de rodillas y con los ojos cerrados. Me arrimé a una de ellas para escuchar lo que decían sus rezos, pero no era capaz de descifrarlos. Luego me arrimé a la otra persona y pude oír: “Dios que dejarás de ser y que algún día dejarás de existir; Dios que has de morir y no serás capaz de resucitar, Dios que prometes y no cumples; Dios vil y maligno que has creado una humanidad perversa y cruel, Dios que no escuchas y te ríes de nosotros: A ti Dios te dedico mis excrementos, mi orina y mi pus inmundo para que veas mi desprecio hacia ti, miserable monstruo impotente.” Y entonces aquella persona indescriptible, pues vestía una especie de saco inmundo y maloliente, se dirigió a una especie de altar donde había un pilón de porcelana toda agrietada; y allí echó una bolsa con deshechos tan abyectos como vomitivos. Luego se fue.
Pero yo tenía que seguirle y preguntarle con urgencia y saber a qué dios se refería y si ese dios a pesar de su malignidad existía. La persona del saco se perdía por calles llenas de viejas prostitutas enfermas y niños alcoholizados y deformes. Pero por fin pareció detenerse ante un edificio oscuro y gris de fachada desconchada y ventanas sin cristales. Allí permaneció quieto y en silencio. Yo entonces le dije: “Busco a Dios.” Él me miró con ojos cubiertos de lagañas y miseria y me respondió: “Dios es un demente peligroso y lo mejor que hace es maldecirle para el resto de su vida. Escúpale, cáguese en él, ódiele sin miedo y sin escrúpulos. Él se lo agradecerá infinitamente.” En ese momento me entró un terrible escalofrío. Me sentí desfallecer y palidecí como un muerto. “¿Pero usted lo ha visto alguna vez?” le pregunté. En ese momento apartó su saco y me enseñó un horrible tumor que recorría todo su costado desnudo. “Este es el Dios vivo y esas mujeres que se pudren en vida y esos niños deformados por las enfermedades y esta Gran Ciudad perversa. Mientras haya toda esta miseria y crueldad Dios está vivo, vive y destruye como un sádico enfermo. ¡Váyase ahora al Diablo!¡¡¡Quizás el Diablo tenga la solución a sus problemas!!!”
Huí. Corrí sin parar. Me ahogaba. Sentía mi cerebro invadido por una fiebre mortal que me hizo perder la razón por varios días.
Creo que he dejado de buscar a Dios. Pero sigo mirando a las estrellas lejanas con extraña nostalgia; como si en lo más profundo del universo hubiese una voz que nos escuchara de alguna manera. Como si un Dios bueno me llamara a pesar de todo.
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