12 marzo, 2010

EL VECINO

Salí a dar una vuelta por las calles del barrio. Bajé en ascensor y me di cuenta que los olores no eran los normales. La luz del ascensor era más bien violeta en lugar de blanca. El espejo daba un reflejo deforme de mi cuerpo. Pensaba que no era mi cuerpo, pero torciendo un poco las gafas así de lado y luego poniéndolas al revés conseguía ver mi cuerpo algo más normal. ¡Qué estaba pasando con el espejo! Lo tendrían que reparar o cambiar. Me habrá de oír la comunidad de vecinos en la próxima reunión. En la última reunión un vecino se había tirado 1 hora explicando los problemas que tenía con sus hijos y su mujer y se puso a llorar y todos los demás allí reunidos queríamos también llorar pero no podíamos. Éramos unos vecinos fríos y deshumanizados. Pero esta vez ha de llevar el tema del ascensor, seguro que la reunión va a estar movida. Pediré responsabilidades por los olores y el cristal y la luz. Mientras pensaba en ello me daba cuenta que no acababa de bajar. Bajaba pero no bajaba. Venga a bajar en teoría, pero en la práctica seguía entre el primero y el segundo.
De repente se abrió la puerta corredera automática y allí entre el primero y el segundo en la mismísima pared había como una puertecilla reducida que tenía una red metálica protegiendo la entrada. Era como una madriguera de animal o un túnel-carbonera o una cloaca sin declarar. Cual fue mi sorpresa cuando de esa puertecilla salió una mano con guante de piel que se agarraba a la red metálica para deshacerse de ella y así entrar en el ascensor. Era un hombre más bien raro que vestía un traje negro con corbata blanca y unos guantes de piel. Me dijo que era un vecino más en aquel portal y que tenía todos los derechos del mundo a entrar en el ascensor como los demás. Decía que el hecho de vivir en aquel agujero no era óbice para no usar el ascensor como los demás. Y recalcó que era un vecino más. Bueno, yo le pregunté si pagaba los recibos de comunidad y él me dijo que el era individualista y que los individualistas no tenían nada que ver con comunidad alguna y que por tanto no pagaba tal cosa. Yo callé la boca porque no quería discutir y porque quería dar una vuelta por el barrio como siempre. El señor aquel apretó un botón de un aparato que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y el ascensor empezó a zumbar y a vibrar como una lavadora vieja en plena labor centrifugadora. “¡Oiga! Paré, ¡se lo pido por favor! Vamos al bajo y dejémonos de historias. ¡Ya está bien!” El señor se rió y al reírse vi que no tenía dientes y me dio lástima de él. Por fin llegamos al bajo y yo salí desesperado. Había echado casi media hora para bajar del ascensor desde el tercero al bajo. Protestaría a la asociación de vecinos.

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