22 marzo, 2010

EL MUNDO QUE NO PUDO SER

Salía de Salt Lake City en dirección al estado de Wyoming. Pronto estába subiendo un puerto de montaña desde donde se iba percibiendo la ciudad a lo largo y a lo ancho. Allá estaba el templo mormón con sus dos torres y todo el complejo religioso que rodea al mismo. La subida era lenta. Las nubes de agosto formában cúmulos a lo lejos. Y de nuevo esa sensación de introducirme en territorios de inmensa soledad e ilimitada expansión hacia todas las direcciones. Era un mundo que en aquel momento apetecía ser potencialmente muchas cosas. La autopista descendía ahora hacia un paraje mesetario, y a lo lejos, se divisaba el último pueblo de Utah con la torre del tabernáculo como señal y guía de su existencia. De repente ví el letrero de la salida hacia el pueblo. Se llamaba Echo. Una corazonada me hizo tomar la salida y dirigirme hacia él. Necesitaba visitar aquel pueblo. Simplemente aparcar el coche y sentarme en cualquier coffe-shop para contemplar las calles vacías de un pueblo solitario. Cuando llegué me di cuenta que había mucha gente trajeada a la salida del tabernáculo mormón. Será una boda, pensaba. Poco a poco fui aparcando cerca de una hamburguesería Dairy-Queen. Noté que seguía haciendo calor a pesar de ser todavía las seis. Me metí en el Dairy Queen y pedí café. Sabía que los mormones no bebían café, pero no veía ninguna prohibición de su venta, y, además estaba claro que había gente que lo bebía a juzgar por la jarra repleta de café fresco que calentaba en la cafetera de filtro automática.
De pronto alguien interrumpió mi tranquilidad. Era un viejo de unos ochenta años que vestía pantalón vaquero y una camisa azul con bordados al estilo de los granjeros de Nuevo México y que además portaba esa especie de botón al cuello que hace de corbata. El viejo pidió sentarse a mi lado, cosa que hizo instantáneamente sin apenas darle mi consentimiento.
“Me llamo Nelson Cordway. ¿Me puedo sentar, verdad? Usted es forastero, ¿verdad?”
“Sí, lo soy. Vengo de Texas” respondí yo un tanto molesto ya que no quería comenzar ninguna conversación. Sólo buscaba mi tranquilidad. Mi encuentro conmigo mismo en un lugar completamente desconocido.
“Pero Ud. No es de la iglesia , ¿verdad?” Insistió él viejo.
“No, efectivamente no lo soy” dije apuntando al café. El viejo entonces sonrió y aspiró la paja de su refresco.
“¿Qué hace aquí? ¿visita a alguién?” dijo moviendo sus ojillos azules vivaraces.
“No, sólo estoy de paso” respondí secamente, haciéndole ver que su presencia comenzaba a resultarme impertinente.
“Verá, ¿ve usted a esa gente en frente del tabernáculo?”
“Sí, claro”
“Pues hoy es un día especial para nosotros. Mi nieto más pequeño se bautiza junto con cinco niños más de su edad. Ya sabe que nosotros, los Santos de los Últimos Días los bautizamos a los ocho años.”
“Pues le felicito, desde luego es un día especial para usted.”
“Oiga”, me dijo él arrimando la cara más de cerca, como si fuese a decirme un secreto “este pueblo tiene sus misterios y sus pecados, como todos los pueblos. ¡Je¡ ¡Je¡¿No habrá alguien que le esté esperando en el pueblo Sr..?”
“Mark Wyttal” respondí yo arrepintiéndome en el acto por seguirle el juego a aquel viejete. “Sr. Cordway,” proseguí queriendo dar el punto final a la conversación. “aquí en este pueblo nadie me conoce, nunca estuve aquí, es la primera vez que lo visito”
“Eso cree usted. Todos los que pasan por aquí dicen lo mismo” respondió el viejo Cordway al tiempo que se levantaba y se proponía a marcharse despidiéndose de mí. “adios Sr. Wyttal, me está esperando la familia y el nieto. Tenga usted mucha suerte” Y se fue. Me extrañaba que no portara un traje para tal acontecimiento, pero los viejos granjeros siempre están a gusto con sus vaqueros u “overalls”; esa especie de funda con pechera y tirantes tan en boga por esos lares.
Seguí sentado unos minutos más hasta que acabé el café con plena satisfación. Luego comencé a caminar por la Main Street del pueblo. Miraba los escaparates con sus tiendas de ropa o algúna oficina del Zion Bank. Luego seguí derecho hasta llegar a una especie de parque con una especie de quiosco para la música. Allí finalizaba el downtown o centro del pueblo. A partir de allí ya eran todo casas con sus jardines y sus garajes y sus porches y sus árboles haciendo sombra a las casas. Todo muy de acuerdo con la estética rural de cualquier pueblo de las llanuras del midwest. Nada diferente. Entonces decidí dar la vuelta y dirigirme al coche para proseguir el viaje. Quería estar en Rowlins, Wyoming, antes de las doce de la noche. Caminaba sin prisa. Me encontraba descansado y con una plena sensación de libertad.
Pronto divisé lo que parecían unas vías de tren que se alejaban hacia las praderas. En realidad eran unas vías muertas de tren que se perdían en la maleza. En otra época eso había tenido que ser una vía que posiblemente acabase en Salt Lake City o quién sabe dónde y porqué razón estaban allí aquellos carriles oxidados y casi enterrados por la hierba. Y si había ferrocarril tenía que haber estación y alguna mina. Sí, quizás alguna mina. Este pueblo tuvo que ser algo más movido, más próspero y grande. Imagínate allí la estación, pensaba yo. Sí, allí estaba la estación con la gente esperando el tren para ir a la capital del estado. Los niños jugando y corriendo, cruzando las vías para desafíar a los mayores. Allí estaría mi madre Emma Kershel con su bolso colgado del hombro y hablando con su amiga Lorena Narkon. Nosotros, yo y mi hermano Max, seguíamos jugando mientras llegaba el tren bufando y silvando en dirección a Salt Lake City: la ciudad del templo. Me acordaba que vivíamos en la calle Washington Este y que mi padre trabajaba en la mina de hierro de la Baltimore Coal Inc. Mi padre llegaba alegre a casa a pesar del cansancio y entonces nos subía a hombros y nos lanzaba al aire a Max y a mí. En la casa de madera había una cocina grande donde mi madre preparaba la cena. En un armario del comedor estaba la vieja radio Telefunken dando noticias o emitiendo viejas canciones. Luego miraba por la ventana y veía las praderas perderse en el horizonte mientras el sol abandonaba en silencio un cielo de nubes enrojecidas. Todo aquello existió. Tuvo que haber existido sino yo no hubiese estado reviviéndolo de aquella manera. Me embargó entonces toda una terrible nostalgia de recuerdos transcurridos en Echo. Como si toda mi infancia hubiese transcurrido en Echo, Utah. Sí, la escuela elemental, los aburridos domingos fríos de invierno en el tabernáculo entre mis padres que me impedían el menor movimiento. Y luego las huidas por las praderas con Max y todos nuestros amigos jugando a la guerra.
Una mano me tocó el hombro. Yo entonces salía del ensueño de una forma un tanto violenta, como si me sacaran de un sueño profundo.
“Mark, ya todo ha desaparecido. El pueblo no es el mismo. Muchos ya han muerto” Quien así hablaba era un hombre pequeño de rasgos indios.
“¿Quién eres?” pregunté yo asustado, bastante nervioso.
“Soy Joe “Coyote” Miller. No te acuerdas de Coyote?”
“¿Coyote? No, no sé nada de Coyote?”
“Mark, recuerda cuando ibas a mi casa allá en Llano Verde donde estaba el estanque y entonces jugabas con nuestros perros ...”
“¿Quién eres? No es posible que pueda recordar mis escapadas a Llano Verde en bicicleta siguiendo el camino que salía del taller de Malcolm.”
“Sí, Mark, te acuérdas todavía bien de todo ello. Acuérdate de mi hermana Salce que la llamábamos Salcita como hablaban los mexicanos”
“Sí, Salcita, claro que me acuerdo de ella. ¿Dónde está Salcita?”
“Salcita vive en California, se casó con un blanco y se fue a L.A.”
“Sí, me acuerdo de todos vosotros, de vuestro ranchito tan solitario en medio de la pradera de Llano Verde; de las veces que íbamos con tu padre a cazar liebres y racunes; y una vez casi me muerde una serpiente de cascabel ... Sí, claro que me acuerdo...”
“Mark”, dijo Coyote con voz meditativa, “es hora de que te vayas. Ya no hay nadie en este pueblo que te recuerde. Ya es otro pueblo. Quizás ni los más viejos han sabido de tu presencia aquí entre nosotros cuando todavía éramos niños y sabíamos soñar.” Entonces noté que la silueta de Coyote se iba desvaneciendo. Quizás mi ensueño había ido demasiado lejos y Coyote no era más que mi torpe imaginación perdida en sus historias. Sí, era hora de irse. A las 12 pm tenía que estar en Rawlins, Wyoming.

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