El gnóstico tenía las claves para vivir con la mayor libertad posible. Su libertad era el casi absoluto desapego de este mundo que creía haber conquistado. Sabía que ya no pertenecía este mundo a pesar de tener que vivir en él con el viejo y andrajoso vestido de la carne. Pero su chispa divina estaba en lo profundo de su corazón y esa chispa era indestructible. Nadie podía apagarla, y nadie podía poseerla. Ese era su poder.
El gnóstico vivía aparentemente como todos los demás, pero en lo profundo de su ser había un desprecio radical hacia toda forma de existencia terrenal. Todo lo que era habría de morir en el inevitable tránsito en el tiempo y todo lo que habría de morir no merecía seria consideración. Lo que no era más que un soplo en un cosmos infinito no merecía la pena ser tomado en cuenta, y, menos sufrir por ello. La realidad era otra. La realidad era Abraxas y el reino de Abraxas era la luz, el origen de la luz; de los recuerdos más profundos, de las nostalgias más liberadoras. El gnóstico era hijo de la luz y la luz era eterna e indestructible. La chispa del gnóstico era un trozo de esa luz habitando en lo profundo de su ser; era su ser real. Por eso la visión del gnóstico era siempre transformadora y mágica. Si el mundo material y aparente estaba tejido de pesadillas y sufrimientos; el gnóstico veía transmutación y creatividad sin fin.
El gnóstico poseía el secreto del universo. Su vida era tan solo una travesía a través del universo material. Vivo en medio de la nada que pretende ser algo: el mundo del Demiurgo.
27 marzo, 2010
2 comentarios:
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Bienaventurados los que poseeis Esa Chispa.
ResponderEliminarLos que poseen. hay que leer "Damian" de Hermann Hesse.
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