Gloumaghrton que era un nerklapartiano de verdad. Hablaba poco y trabajaba lo más disciplinadamente posible. No juzgaba a nadie por sus ideas o valores; y, menos, por su palabrería tan vana como hueca. Tan solo juzgaba los hechos, lo que cada uno hacía con honradez y dignidad. Eso era lo que contaba. Era fiel defensor de una sociedad civil libre de las garras ideológicas de cualquier ideología política salvadora o interferencias religiosas; para él sólo contaba la acción humana digna, honrada y laboriosa. Lo demás era vanidad de vanidades: huera palabrería.
Era un fiel devoto de su iglesia merklapartiana y creía que las naciones prosperaban cuando sus ciudadanos se agrupaban en comunidades o asociaciones civiles o religiosas independientes. Era en las comunidades pequeñas donde se forjaba el individualismo más firme y laborioso y los merklapartianos procuraban instalar esa fuerza espiritual a sus miembros. Gloumaghrton leía a diario su Libro Sagrado y lo meditaba en silencio mientras su vida transcurría tan austera como laboriosamente productiva.
Ni que decir tiene que los merklapartianos como Gloumaghrton empezaron a ser objeto de burla, odiados, silenciados o denunciados por la simple razón de que su forma de vida les hacía ser más prósperos, más cultos, más educados; y aquello sí que era insoportable en aquella extraña región de un país tan parlanchín.
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