En el taller hacíamos piezas de goma. Cortábamos tiras de goma virgen sacadas de rollos con unas tijeras y luego las íbamos metiendo en moldes. Los moldes iban luego a una prensa calentada por vapor. Una parte de la prensa era fija y de superficie lisa y brillante, la otra era movible y se bajaba manualmente con un huso de rosca que giraba por medio de una palanca. La palanca era de quita y pon y cuando había que apretar o aflojar la prensa pues se había de quitar así mismo la palanca que encajaba en una cabeza de tornillo hexagonal. Se quitaba para dejar sitio y poder maniobrar en aquel taller ya que la nave era reducida. Una vez apretado el molde en la prensa lo dejábamos un cuarto de hora para que la goma virgen vulcanizase y así formar la pieza encargada. La hora la teníamos que apuntar con tiza sobre la superficie de travesaño central de la prensa que hacía posible la conexión de las dos partes gracias a dos barras redondas que trababan el armazón y estructura de la prensa, y facilitaban el deslizamiento de la parte superior en su recorrido para ejercer presión. La presión se medía por el simple esfuerzo humano de un chaval joven y fuerte. Una vez el tiempo quedaba apuntado en la superficie del travesaño (+15 después de la hora) (-20 antes de la hora), entonces volvíamos a cortar más goma o rellenar otros moldes para seguir fabricando piezas.
Entre pieza y pieza o cortes de goma uno intentaba hablar o distraerse con los compañeros con la vista puesta en el puesto de mando situado debajo de la escalera al piso superior: una especie de garito con teléfono y mesas inclinadas como mesas de dibujo, separado del taller por cristaleras que permitían el dominio visual del taller. O también mirando hacia arriba podíamos controlar los movimientos de cortinas de la oficina del jefe, situada en el primer piso pero cuya parte interior se abría en forma de ojo vigilante perpetuo. Es decir: era una ventana que daba a la nave, pero por donde disimuladamente a veces el jefe miraba bajo la sombra de la cortina para ver quien se distraía o hablaba. No obstante había también otro vigilante de rango más bajo que ocupaba la mesa enfrente de donde yo trabajaba. Era un oficial de gafas ahumadas y de mirada extraviada que en ocasiones se nos quedaba mirando por encima de los lentes dándonos así la señal de que ya estaba bien de hablar. Se llamaba Sakalok. Un nombre raro que hacía honor a su rareza de carácter y a sus reacciones tan violentas como las de un perro rabioso.
Un taller ha de tener su ensamblaje para poder funcionar.
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