12 marzo, 2010

LA CANCIÓN DE SALAMOK

Había mucha gente en aquella concentración o asamblea. Estábamos en un barrio obrero de la ciudad y la razón era que había que celebrar la puesta en marcha de una centralilla eléctrica que nos iba a dar más energía al barrio. La gente estaba contenta y después de beber un poco de vino, cerveza y sidra parecía que quería cantar; pero no había nadie programado para cantar. Ni tan siquiera había escenario para el acto desde donde la gente pudiera hablar o sermonear. No sé por qué hubo alguien; a alguien se le ocurrió decir que yo, Salaminok, podía cantar y tocar la guitarra. La voz entonces se corrió y todos empezaron a repetir mi nombre en voz alta: Salaminok, Salaminok. Al cabo de unos segundos los cientos de personas que allí había todos pidieron que yo saliera y entonces mi nombre fue rebotando por todos los sitios y por las paredes de los edificios del barrio y los chiquillos repetían también Salaminok, Salaminok. Estaba claro que la gente quería juerga, pero yo, Salminok, apenas sabía tocar la guitarra y menos cantar. Que hubiera salido mi nombre era debido a que allí estaban algunos antiguos amigos míos de mi época más joven cuando en las excursiones a las montañas lejanas solía tocar dos o tres canciones con dos o tres acordes mal hilvanados y las letras medio inventadas; y entonces me estaban gastando una broma, una broma pesada.

Pero ahora yo era el centro de atención de aquellas buenas gentes que sólo pedían un poco de diversión. Y tal fue la insistencia que sin saber cómo ya tenía una guitarra puesta entre mis manos y una mesa fuerte dónde de ponerme para cantar. Así que ya hecho a la idea me subí y comencé a pensar qué podía hacer con aquellas cuerdas y qué era lo que podía cantar después de tantos años sin tocar literalmente una guitarra. La gente entonces comenzó a callar guardando un silencio sacramental. Yo en ese momento había sobrepasado mi nerviosismo para entrar en un paroxismo exultante y entonces recordé aquellos tres o cuatro acordes de una vieja canción que había inventado y empecé a tocar como poseído por un genio benefactor. Mis dedos pulsaban aquel acorde como si fuera la textura de mi propio corazón y empecé a cantar en un lenguaje extraño, raro, medio comprensible pero que hubiese necesitado de traducción o de aclaración o de preguntas, porque mi voz y mis letras me estaban trasportando a un mundo imaginario que la gente podía presentir o empezar a sentir y todo parecía ir bien e incluso la confusión de acordes al momento de cambiar salía tan disimulada que nadie se enteraba y el milagro se producía una vez más. La gente atendía y todo parecía un pequeño éxito.

Pero, de repente, algo rompió la actuación de un modo imprevistamente salvaje. Un grupo de gente rodeada de policías entró en el centro del grupo y reclamó la atención de todos los vecinos allí reunidos. El “concierto” paró y la gente se quedó confusa sin saber qué hacer. Quien iba a dirigirse a ellos ahora era el mismo gobernador de la región de Portyerw. Unos miraban al gobernador y otros a mí, pero yo al ver al gobernador empezar a dirigirse a la gente tiré la guitarra al público con energía y salté de la mesa con rabia y me fui alejando del lugar sintiendo una gran pena y nostalgia por mi canción y por tan insólito como inspirado momento,

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