Estaba ya cansado. La arena ardía bajo los pies de Bronco. El desierto nunca se acababa y nuestra provisión de agua era ya escasa. Veníamos de muy lejos, tan lejos que me era imposible recordar el lugar.
Y entramos al poblado. Como siempre fuimos en dirección a la posada. Allí dejé a Bronco al cuidado del albardero. Entré y pedí un cuarto. Después de una buena comida y litros de agua consumidos subí y me dejé caer en el catre. No hay nada mejor que ser un completo extraño en cualquier pueblo perdido a la vera del desierto.
Pensaba lo afortunado que era siendo tan sólo una incógnita indescifrable en aquel poblado. Estaría el tiempo necesario y luego me iría antes de que nadie comenzara a hacerme las preguntas de siempre tan impertinentes como necias.
Entregaría las pieles, recogería el dinero, compraría mis provisiones, y luego: adios amigo.
De nuevo las montañas secas y desnudas.
Tan solo Bronco y yo cabalgando.
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