Cuando recorríamos la distancia entre la ciudad de Iskght y la estación de Kulmagre en la estepa de Gurtel, fuimos siguiendo el curso del Río Nelvam caminando por sus valles poblados de bosques y fértiles praderas. A veces parábamos en los pueblos y acampábamos en sus afueras mientras descansábamos de tan larga marcha. Eran gente hospitalaria que nos acogía con ese calor que sólo la gente sencilla posee cuando sabe que también nosotros habríamos de compartir algo con ellos. Y con ellos compartíamos nuestras danzas, nuestra comida, nuestro dinero comprandoles víveres y artilugios. Pero siempre llegaba la hora de seguir adelante. Habíamos de coger el tren en Kulmagre para unírnos a los nuestros, a nuestro pueblo milenario y nómada, y partir lejos; a nuevos territorios fuera del peligro que se iba cerniendo sobre nuestra nación eternamente emigrante.
Un día, cuando comenzamos a internarnos en la Gran Estepa de Gurtel y los vientos comenzaban a soplar más gélidos por las noches, descubrimos, ya casi al anochecer, una especie de mancha iluminada en un paraje rodeado de arbustos. A medida que nos íbamos acercando fuimos comprobando que era como una especie de feria: quizás se estaba celebrando una feria en medio de un territorio desolado. Poco a poco nos fuimos acercando y escuchando el sonido de notas musicales mezcladas con el murmullo de voces que trataban de vender o anunciar espectáculos de diversión o misterio. Y ya desde un cerro pudimos ver algo inédito y sorprendente: la feria se celebraba en medio de la más absoluta soledad de paisaje. No sabíamos de la existencia de poblados en más de muchos días de camino en dirección a los valles de kuitrew. Sin embargo sí sabíamos de los nómadas Awertowet que habitaban la estepa cada siete años para luego tornar a sus montañas malditas, según algunos.
Fuimos bajando en silencio y fijándonos en la nítida frontera de luz que parecía contener un espectro flotante de civilización en medio de un territorio hostil a cualquier presencia humana. Al llegar a las cercanías fuimos recibidos por una comitiva de jefes Awertowet que hacía tiempo nos habían vislumbrado. La invitación era la de un pueblo también castigado por las visicitudes de las naciones y los imperios, la de otro pueblo que busca refugio entre las mismas entrañas de la Tierra llegado el momento. Y así fue como entramos a la feria de los Awertowet. Se nos ofreció vino de las riveras del Dertiopj y trozos de cordero asado. La música provenía de una orquesta que tocaba con viejos instrumentos abrillantados por el uso. Muchos bailaban, otros miraban a casetas de madera pintadas de colores chillones donde los payasos o enanos hacían sus piruetas o proclamaban sus chascarrillos en lengua huertw, la lengua de las montañas malditas de Seglon. Había casetas de brujas que vendían sus raices y plantas para curar todo mal o mejorar la vida de desasosiego del nómada de estepa. Muchos muchachos bailaban alrededor de fuegos cogidos de la mano y fromando coros que luego se disolvían y se unían o deshacían otros coros en otros fuegos quizás más grandes o a veces más pequeños. Nosotros comenzábamos a embriagarnos con el ambiente, nos sentíamos a gusto bailando y riendo o escuchando los presagios de las brujas. "¿A dónde van los Lobrweytre, a dónde van siempre huyendo? ¿A dónde vais otra vez? Para vosotros no hay montañas malditas que os protejan y os lanzáis a la ventura de otro tren que quién sabe a dónde os llevará. Quedaos con nosotros y nos repartirenmos la estepa maldita y árida. Todos cabemos para compartir infortunio."
Quienes entraban a sus casetas de misterio decían que veían espectros de un más allá escalofriante. Los Awertowet siempre fueron maestros de la magia, grandes embaucadores del hechizo. Y eran los únicos que podían pretender montar una feria en el más desolado y solitario de los parajes de este planeta. Antes de la madrugada habíamos de salir, antes de que el viento gélido nos congelara bajo los efectos del hechizo de sus vinos. Y así fue que pronto el aire se fue convirtiendo en tormenta y las luces de la feria se fueron apagando, y los muchachos se fueron refugiando en sus carromatos anclados a los árbustos y la música se fue extinguiendo en un silencio profundo tan sólo poseído por el viento del noroeste. Nosotros atamos nuestros carros como ellos lo hacían y esperamos a que el viento descansara. Silencio. Todo silencio. Y en silencio absoluto salimos para la estación de Kulmagre.
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