11 marzo, 2010

LA ABOMINABLE FÁBRICA

Caminaba aburrido por la ciudad pues había trabajado todo el día en esa inmunda fábrica donde fabricábamos nauseabundos ungüentos febriles para aplicar a los cadáveres que recogíamos de los manicomios más infernales de la ciudad. Los cadáveres habían sido personas con esquizofrenias agudas que sufrían alucinaciones de una extrañeza inclasificable. Muchos de esos pacientes decían que habían visitado horrores cósmicos que provenían de profundidades galácticas inimaginables salvo a través de su cruel enfermedad. Y aquellos manicomios no paraban de recibir enfermos con la misma esquizofrenia galopante e incontrolable, salvo con fuertes inyecciones de morfina concentrada que aunque los suavizaba eran incapaces de cortar aquellas compulsivas visiones. Los doctores, uno de ellos el enano jorobo llamado Doktor Krapp, grababan los horribles relatos con la carne de gallina erizada y sin saber qué más hacer. Luego, al cabo de días, iban muriendo todos y los traían aquí a mi fábrica de ungüentos nauseabundos y febriles. Los fiambres estaban en un frigorífico tan grande como un estadio de fútbol y ya eran miles. Una vez que los ungüentos estaban envasados en bidones de 400 litros los trasportábamos a una sala de tratamiento donde una cinta transportadora nos iba pasando cadáveres que nosotros íbamos untando. La razón por lo que hacíamos aquello era muy extraña. nadie sabía el por qué. Tan solo en raras ocasiones aparecía el enano jorobo, Doktor Krapp, y revisaba nuestra labor de forma concienzuda y registrando datos que parecían insólitos jeroglíficos que resultaban molestos a la vista.

Llevaba trabajando allí cerca de cincuenta años y jamás me acostumbraba a mi labor. Tampoco la paga era buena, pero no podía trabajar en ningún otro sitio y mis paseos tenían que ser solitarios y nocturnos debido a mi nauseabundo olor.

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