Fuimos aquel día Manolo y yo a una iglesia negra. Cogimos el coche y nos metimos en el gueto negro del East Austin. El gueto estaba al otro lado de la autopista 35. Era una mañana soleda de primavera. No recuerdo la razón de porqué tuvo que ser aquella iglesia y no otra. Pero aparcamos el coche y nos metimos, no con cierta reserva, en la iglesia construída de madera. Era la hora del servicio. Quizás las once. Las mujeres iban ataviadas con sus mejores vestidos, muchas iban tocadas con gorros morados o también negros. Pronto nos dimos cuenta que aquel no era nuestro mundo. Que una cosa era trabajar con algún negro en Sears o topárselo como compañero de clase; o que hubiese coincidido con nosotros por algúna contingencia de la vida; pero otra era de repente verse rodeado por negros en su mundo negro, su sociedad negra.
Una vez dentro nos dimos cuenta que estábamos transgrediendo una costumbre, una norma social; quizás un tabú desconocido para nosotros. Sí, la iglesia era cristiana y allí se hablaría del amor de Cristo y todas esas cosas, pero en el mismo momento que pretendíamos sentarnos en los bancos traseros, una mano amistosa nos invitó a sentarnos, oh horror, en un banco lateral mísmamente mirando al estrado del pastor o predicador; pero de tal manera que también quedábamos a la vista y exposición de toda la congregación. La situación resultaba un tanto extraña y embarazosa. Nos dimos cuenta que éramos los únicos blancos en un mundo negro. Ver a toda una congregación de raza negra mirando a unos blancos, no exactamente anglosajones, pero al fin y al cabo blancos; resultaba inquietante.
El culto comenzó. Pero el comienzo era una especie de cantos mezclados con palabras parecidas a gemidos o súplicas de necesaria e intensa ayuda al Dios de la Biblia. Todos cantaban y oraban al mismo tiempo y todos miraban hacia nosotros. Manolo y yo nos mirábamos de vez en cuando tratando de comunicarnos el mismo desconcierto y sorpresa. Nos veíamos como animales expuestos en un zoo, y yo pensaba que de no ser aquello una iglesia, podríamos enfrentarnos quizás a un serio apuro. Concentrarse en lo que iba diciendo el predicador al mismo tiempo que la congregación respondía era imposible, y más imposible sobretodo cuando el mismo predicador comenzó a fijar continuamente su mirada hacia nosotros. “Oh Dios perdona a aquellos que no conocen tu nombre” “ Oh Señor, ellos no saben lo que hacen” “ Oh Señor, traemos nuestros pecados ante ti para que tu sacrificio y tu sangre en la cruz nos límpien para siempre.” “Aleluya, oh Señor” “AAAAlellluya” “Sí, aleeellluyaaa, sí.” Y ahora toda la congregación asentía con más fuerza que nunca sin apear la vista hacia nosotros. Todos, pastor y congregación, no apartaban la vista de nosotros y entonces nuestro mosqueo inicial se iba transformando en un miedo irracional que nuestra condición de universitarios ilustrados y concienciados en ideología de izquierda no lograba apaciguar, racionalizar, comprender. Aquel era definitivamente otro mundo para el que no estábamos preparados. “Aleluya, OHHHH DIOSSSS” “Destruye al diablo, destruye el pecado, OHHH ALLLELUYAA.” Manolo y yo comenzábamos a sudar en frío. Pensábamos en cómo salir de aquel lugar, pero intentar salir de la iglesia en ese precisamente momento sonaba a sacrilegio. Desde luego no era esperado por la congregación, que ahora más que nunca parecía necesitarnos. Éramos su espejo, pero no sabíamos exactamente qué era lo que estábamos reflejando. No sabíamos el sentido que estábamos creando y los efectos o tensiones que involuntariamente y por una puñetera curiosidad llevada a cabo de un modo inconsciente, estábamos produciendo. Queríamos salir. Pero la congregación parecía más y más concentrada en nosotros. Y ahora el pastor movía su dedo hacia nosotros pero su prédica iba dirigida contra nosotros como personas, sino contra un mal o una entidad maligna que también nosotros podríamos vencer. Quizás el pecado, quizás el odio racial. Quizás el deseo de que esa raza blanca ahí sentada por fin en el banquillo de los acusados pudiera escuchar el sentimiento amargo mezclado con un anhelo de amor cristiano imposible, pero no por ello más y más anhelado y deseado. Allí podría estar el hombre de la limpieza de Sears o la cocinera enormemente gorda del hospital Holy Cross; o el mecánico de Southwestern Wheels o el viejo alcoholizado de la calle Seis. Ese era su mundo fuera del hombre blanco y nosotros de alguna manera lo habíamos profanado. Por lo menos habíamos iniciado una extraña ruptura con la normalidad de la ciudad y ahora era sólo cuestión de esperar al final para salir y poder recuperar nuestra compostura de hombres blancos.
Finalizado el último himno y acabada la oración de despedida llegó el final. Recuerdo que un tanto apresurados y respondiendo a algún que otro choque de manos Manolo y yo nos fuímos aproximando a la puerta de salida. Más allá estaba el coche. Y más allá, cruzando la autopista 35, estaba la normalidad blanca a la cual y por narices pertenecíamos y ahora más que nunca queríamos regresar.
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