26 febrero, 2010

LA CIUDAD PERDIDA

Solo por el desierto. Las montañas a lo lejos. Piso la arena con la seguridad de que mis provisiones aguantarán hasta llegar a la ciudad perdida. En el desierto las reglas de juego están siempre claras: o sobrevives o mueres. Todo está a plena luz y no hay traición alguna. Sabes que la noche es fría como la cuchilla de un sable mortal y el día se convierte en el mismo infierno. No hay más circunscripción que la que te permita la vista, la imaginación o la locura. Pero ya diviso mi ciudad.
Hacía mucho tiempo que he comenzado el camino. Los camellos están cansados. Mi rostro se seca y mi piel se cuartea, pero a lo lejos ya diviso la silueta de la ciudad perdida. Si logro llegar los sacerdotes del templo me abrirán la puerta oeste. Las torres contrastan con los cercanos picachos de Akatón. Hace muchos años que oí hablar de la leyenda de la ciudad perdida. Fue en un bar de un callejón del centro de Houston cuando llevaba más güisquis de la cuenta. Estaba borracho como una cuba y entonces un negro viejo con la mitad de los dientes podridos y la otra mitad ausentes me escupió la historia. Cuando desperté entre los cubos de basura juré que iría a esa ciudad y la encontraría. Estaba hastiado de mi vida y sentía la necesidad urgente de confrontar la naturaleza con su fuerza brutal. Descubrí la ruta a la ciudad perdida en la trastienda de un armenio medio loco que me hizo pagar la mitad de mi pensión. Pero allí estaba todo lo que quería. No tardé mucho en comenzar mi peregrinaje.

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