Volví a salir de casa con mis muletas brillantes y lustrosas después de una limpieza tan exhaustiva como meticulosa. Mis muletas eran el orgullo del barrio. Tiré para el parque bajo el sonido del tic tac tic tac tic tac tic tac muletero y mis piernas bailoteando. Mi menisco derecho estaba hecho polvo y entonces se me ocurrió colocar unos reguladores hidráulicos en las muletas para mantener mis meniscos en perfecto balance. Una pequeña pantalla de ordenador adaptada a mi reloj me permitía controlar la presión en caso de desajuste. En caso de dolor las muletas automáticamente se elevaban y me dejaban la pierna en ligero y justo contacto con el suelo. Seguidamente una especie de mano artificial salía por un orificio del tubo de la muleta y comenzaba a darme masajes por la rodilla y la pantorrilla. Todo estaba previsto.
Una vez en el parque los chiquillos se arremolinaban alrededor mío pidiéndome que les dejara montar en mis muletas. “Vaya muletas más chulas que tiene este señor” decían. “Mola un güevo dar una vuelta en ellas”, repetían. Pero aquella mañana empezaron a sonar las sirenas de alarma del parque. Algo gordo estaba sucediendo para que sonasen las sirenas. De repente vi que empezábamos a ser atacados por los mudayines del barrio mahometano, pues al parecer la tregua entre ellos y nosotros se había extinguido después de varios meses de paz controlada y vigilada. Llevaban palos y piedras, pero algunos también llevaban su kalashnikov y bastantes piezas de mortero. Unos gritaban Salam Aalikum, que quiere decir “Paz para vosotros” y otros se limitaban a tocar trompetas para asustarnos. Yo entonces apreté el botón del propulsión de mis muletas y al segundo mi dispositivo de hélices se hicieron al vuelo rasante. Comencé a dar vueltas por el parque a la estrepitosa velocidad de un trueno medio loco. Cada vez que alcanzaba la cabeza de un mahometano le retorcía las narices y luego, antes de que reaccionase, me relanzaba a otra zona del parque a salvar a algún niño con su madre que huían espantados. Mi velocidad era lo suficientemente demencial para que los mudayines empezaran a tener miedo. Los morteros empezaron a disparar sus pepinos con dirección asistida, pero mis muletas llevaban un dispositivo de cambio de temperatura que despistaba los cohetes y los hacía volver a su destino. ¡¡Pummm! ¡¡Pammm!! y hacían unos cráteres de varios metros de diámetro. Rattatatatatata!!! hacían los kalashnikov en mi dirección. Pero mi velocidad ahora estaba programada para ser lo más errática posible y entonces las balas acababan en cualquier sitio menos en mi.
Pronto vi que los mahometanos se iban retirando sin lograr sus objetivos de amedrentarnos para que cerráramos los bares donde se sirve vino y o que prohibiéramos la venta de jamón y las chuletas de cerdo en el Alimerka del barrio. Tampoco cederíamos en dividir las piscinas municipales en zona de mujeres y hombres. Ni menos que nuestras hijas pusieran pañuelo o dejasen de bailar en las discotecas. Se iban retirando con miedo cuando de repente vi que llegaban las brigadas dialogantes de la Alianza de Civilizaciones con sus chicos y chicas majas y tolerantes y con sus banderas blancas me hicieron señas para que parase y apagase los dispositivos de mis muletas. “¡¡Mecagon-la!!” me dije para mí. “Otra vez estos mequetrefes con sus monsergas de cuentos de hadas”. Me dijeron que me acercara y que esperase. Pronto montaron allí su tienda de campaña con una bandera de la paz y la imagen de Barth Simpson. Los mudayines mahometanos ya se iban acercando a la tienda con sonrisas de oreja a oreja. En la mesa de campaña había hamburguesas de pavo y ganso y coca cola que pronto fueron desapareciendo ante la comprensión y deseos de amistad de las brigadas de la paz. “Sr. Tal-ek, es la segunda vez que le vemos provocar a sus vecinos con esas muletas tan militaristas. Usted no sabe respetar la diferencia y se ensaña contra ellos cuando tratan de manifestarse pacíficamente. Ahora mismo hemos de negociar la paz, hemos de poner nuestras diferencias en perspectiva y saber ceder como ciudadanos democráticos”. “Sí, sí”, dijeron los mudayines masticando las hamburguesas y poniendo cara de ovejas mansas. Yo iba a decirles a las brigadas que tan sólo estaba defendiendo el parque de unas agresiones brutales a manos de gente intolerante, pero eso solo me sirvió para recibir una amonestación en forma de sermón humanista de libro. Si seguía justificando mis fobias racistas podría acabar sin mi jubilación anticipada. Ante tal amenaza, pedí perdón a mis compañeros o hermanos mahometanos por mi desgraciada actuación y poniendo mis muletas en velocidad cero me fui de allí culebreando mis piernas con mis meniscos atascados. Pronto el parque era un campo de juego mudayín
segregado para hombres.
Vital-ek
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