He salido a caminar por la ciudad después de un día agobiador de trabajo. Me gusta caminar por la ciudad más bien de noche. He ido siguiendo la ruta que me dictaba el corazón como quien dice y he seguido calles que hacía años que no pisaba. A veces no sabes por qué haces ciertas cosas, pero las haces por necesidad. Cada uno de nosotros poseemos dimensiones inescrutables o inexplicables que salen a relucir cuando menos nos lo pensamos y entonces preguntamos si ese soy yo. Sí, ese soy yo y el otro y el otro y por eso necesitamos cierta guía en nuestras vidas, cierta objetividad que nos haga diferenciar el bien y el mal porque sino corremos peligro de perdernos. Pero siguiendo con mi recorrido de repente me di cuenta que estaba delante del taller donde había trabajado muchos años atrás y el taller estaba abandonado. Estaba oscuro y abandonado y pensé que nunca en el tiempo en que había trabajado allí podía pensar en que el taller podía llegar a ser un edificio viejo, decrépito y abandonado. Además había quedado aislado como una manzana de edificios-trasto que ya molestaba a la vista después de años de urbanización y reurbanización de la zona. Había que tirar aquel taller de mis recuerdos y de mis años trabajados en mi juventud más tierna, y de tantas horas allí alojado produciendo y pensando e imaginando cosas y repasando lo que me iba sucediendo en claves de inseguridad, de futuro muy incierto, de fantasías que animaban el espíritu y me hacían seguir teniendo mucha gana de vivir.
Recordaba a todos los que allí habían trabajado, vivos y muertos y los podía ver y palpar entre las máquinas y los bancos de trabajo y las conversaciones del momento y las ocasionales broncas del jefe o los enfrentamientos de unos y otros. Pero también me daba cuenta de lo mucho que había influido todo aquello en mi vida posterior y me venían a la mente con claridad los jefes que podía nombrar y que injustamente muchas veces criticábamos por no saber colocarnos en su sitio, pero que no dejaban de ser buena gente dentro de las circunstancias que conllevaba la vida social de un taller de hace tantos años. El crío que todavía no había madurado lo suficiente y entonces trabajaba sin ser consciente de lo que hacía, sin apenas valorar lo que ganaba porque mis padres se quedaban con la mayor parte de mi salario y así eran los tiempos, pero entonces el trabajo en el taller perdía todo estímulo ya que se convertía en una prolongación de la escuela o instituto. El abandonado taller evocaba en esos momentos los ruidos de tijeras cortando goma virgen y los silbidos de las fugas de vapor de sus prensas de tornillo, más tarde hidráulicas impulsadas por motor eléctrico; y los olores de los vapores de azufre que salían de los moldes en cocción dentro de las prensas junto con los disolventes tan volátiles como agresivos al olfato. Demasiadas evocaciones.
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