Cruzaba el desierto por la noche bajo la luz de la luna. Oía el aullido de los coyotes y trataba de espantar las víboras de cascabel con mis botas camperas de piel de toro. El cielo me llamaba con los guiños de las estrellas. El aire era suavecito pero ya empezaba a notar la brisa fresca de la madrugada. La luna era hermosa. Sí señor. Qué gran astro. Es noble como las mismas rocas del desierto. Allí merito que ya se veía el pueblo de Benavides. Pero era extraño que solo lo iluminara una bombilla. Bueno, no vivía muncha gente en Benavides. La verdad era que solo quedaban las familias de los Garza y de los Zaldívar; ah, sí y la otra, la de los pochitos de Cigales que habían cruzado el Río Bravo hace 25 años. ¡Hay que la chingada cómo corre el tiempo! Aun me acuerdo cuando los de Cigales tenían sus chamaquitos muy chicos y jugaban por el zacate delante de su ranchito. Y ahora quién sabe dónde están. Y ansí fui llegando al pueblo y Leocadio que es el perro guardián de Jacinto Zaldívar me comenzó a ladrar con fuerza. Era raro. Leocadio nunca ladraba salvo que hubiese forasteros en la cercanía. Pero me seguía poniendo nervioso que solo hubiese una bombilla prendida alumbrando como un cerillo. Llamé con fuerza a la puerta de los Garza, pero ya nadie me contestaba. Luego fui corriendo hacia los Zaldívar y llamé con la desesperación de un desalmado. Pero nadie respondía. Y entonces ya mero que fui también corriendo al ranchito de los pochitos de Cigales todo asustado, todo sudoroso y allí tampoco respondía nadie.
Leocadio seguía seguía ladrando, pero ¡hay que la chingada! Aquel perro no era Leocadio, pos era un perrazo vagabundo venido de quién sabe dónde. Tenía hambre el chingo de él. No, no, usted estése quitecito mi amor. No le dé por atacarme. ¡Ayy mamacita, qué soledad! Qué le había ocurrido a mi pueblecito de Benavides del condado de Falfurrias. Tan sólo habían sido tres días y tres noches las que me había ausentado. Hay el tequila. ¡Hay qué carajo con el tequila! Le había dado demasiado al trago en aquellos días. Hay que chingada. Cuánta sangre había tenido que correr para arreglar las cuentas. Cuánta sangre había tenido que correr para que mi amo Cipriano Graza comprendiera que yo no le engañaba y que las reses habían desaparecido de verdad con la tormenta y el tornado cerca del Cañón de Ojo Caliente. ¡Hay qué mugrero de vida! Cuánta sangre tuvo que correr para que Jacinto Zaldívar comprendiera que yo no lo engañaba con su mujer. Hay qué chingo de vida. ¿Por qué se entrometió su hijo Bernardo y las hermanitas y por qué tuve que usar mi revolver además de mi machete? ¿Y por qué los de Cigales querían llamar al sheriff Malcolm de Kensville y así me obligaron a darles muerte? ¡Hay Dios mío, Jesús Dios, virgencita de Guadalupe! Benavides, mi pueblecito, se había quedado tan triste bajo la luna y hasta Leocadio se pudría tirado en la cuneta cerca de la troca de Jacinto. ¡Ándele perrazo asesino cómase lo que quiera y que los buitres hagan el resto¡ Yo ahorita ando solitario por el desierto viviendo como los coyotes. El sheriff Malcolm nunca me encontrará. ¡Hay que la chingada! Hay Jesús mi Dios que sé que me estás escuchando y que sabes entenderme.
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