“No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”, es una norma moral basada en el respeto recíproco entre personas y comunidades. Si yo enseño esa fórmula a alguien de mi comunidad la máxima se podría comprender como buena a nivel racional y práctica; pero otra cosa sería que esa norma adquiriera una aceptación afectiva capaz de inspirar un estímulo estético creativo a la hora de configurar la vida personal de esa persona. De no ser así, la norma mencionada acabaría siendo otra máxima externa que, en caso de no llegar a internalizarse como sentido común; ha, necesariamente, de imponerse coercitivamente para ser efectiva (que no afectiva).
Esa afectividad creativa es posible gracias a la imaginación, que es capaz de concebir la norma como una ley que emana de la estructura profunda de nuestro universo. No robar a un pobre jubilado de la enseñanza, reirse o abusar de un inocente, ser cruel con el prójimo aprovechando su debilidad; esto es digno de rechazo afectivo (odio) porque atenta contra la Razón Universal en primer lugar. El respeto a la dignidad y derecho a la libertad de las personas es la consecuencia de esta misma afectividad creativa: la ética, la moral hacen posible una estética de la experiencia, del vivir diario.
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