07 mayo, 2010

ELLOS

Había muerto. Estaba seguro que ya había muerto y ahora sólo era un fantasma apático traspasando la realidad como un suspiro. Era consciente de las cosas, de las calles, de las montañas, de los ríos; del mar, pero no sentía nada. Veía a las personas, a los familiares, a los gatos, a la gente por los pueblos, por los caminos, por las carreteras; en sus casas viviendo y habitando y copulando y comiendo y cagando. Algunos veían la televisión y otros leían libros, pero muchos vivían a base de pastillas o de vanas esperanzas o de largos paseos en solitario. Y yo no sentía nada. Era inocuo, incoloro e insípido. No sentía nada. Nada. Frío como el hielo. Totalmente neutralizado. No existía el tiempo para mí y por lo tanto todo estaba siempre presente. No sentía anhelo ni esperanza. Nada. Tan solo reflejaba como un espejo de acero una realidad a la que era absolutamente ajeno pero que por alguna razón había de “ver”.

Todo hasta que un día sentí que me llamaban. La voz se acercaba cada vez más y más y entonces me di cuenta que tenía frío, mucho frío, un frió horroroso; una sensación de haber sido absolutamente abandonado por la vida y quería algo caliente; pronto algo caliente; por favor,¡¡¡¡algo caliente rápido!!!!

Me dieron a beber un vaso de leche caliente y allí estaban ELLOS.

Pronto fui habituándome a mi cuerpo que pedía más calor y ELLOS seguían dándome leche caliente.

Resucitado a la vida ahora me ahogo en Dios, quiero Dios, más Dios, mucho Dios y una eternidad de calor.

ELLOS me han acogido en su mundo y ahora sé quién soy.

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