14 octubre, 2011

LO INSOPORTABLEMENTE PROSAICO O COMO RETORNAR AL NOMADISMO

Ekegardo siguió observando su interior. Ahora parecía que una pared bloqueaba su alma. Estaba aburrido, pero quizás era preciso romper ese bloqueo. Estaba seguro que la pared estaba tratando de protegerle del mundo de las emociones. Cuando uno está aburrido y aparentemente absorbido en la rutina, lo único que está ocurriendo es que la mente se protege. En esa rutina las emociones parecen congelarse, enfriarse. Hay una sensación de letargo, de inapetencia, de color gris. El aburrimiento no es nada agradable. No es la situación de tranquilidad y relax en que a veces podamos encontrarnos después de acabar una labor, una tarea bien hecha. No. El aburrimiento es tedio; pero es el tedio protector de algo que nos acecha. Cuando estamos aburridos damos vueltas sobre nosotros mismos sin que nada nos atraiga. Nada nos atrae y entonces surge un desasosiego incapaz de llenarse, de conectar con algo.

Ekegardo vivía esa situación. Si estaba aburrido era porque algo le acechaba más allá de la pared. La pared era gris. La pared impedía la conexión del flujo de emociones de su yo. Su yo languidecía en tierra de nadie; en una angustiosa neutralidad. Era necesario romper, atravesar la barrera. ¿Cómo? Necesitaba salir a la calle, caminar sin tregua. El ejercicio físico y los cambios de escenarios lograban vencer la inercia y la inercia una vez suplantada por la necesidad del cuerpo de reclamar energía, hacía posible restablecer el flujo con su interior. La pared gris se iba disolviendo y ahora sentía una preocupación por algo. Una preocupación anónima. ¿Qué era lo que le preocupaba?

Siguió caminando y se puso a observar los rostros de la gente. Todos parecían tener un rostro de normalidad rutinaria. Nada anormal. Todo en su sitio, aparentemente. Al poco tiempo se dio cuenta de estar en plena inconsciencia. Caminaba sin pensar en nada, pero siempre como transfondo había un horizonte de preocupación, de inseguridad, de que algo se escapa y nunca se puede conseguir. Había pasado del aburrimiento a la rutina prosaica. Algo más entretenida, pero sin finalidad alguna. Sin objetivo a cumplir. En aparente paz con todo el mundo. Hasta con cierta desgana crónica.

Pensó que los nómadas de antaño estaban siempre en camino de otra cosa y en continua vigilancia. La amenaza de guerra era constante. No había tiempo para aburrirse. Todos los días había que encontrar el alimento. Pero ese no era su presente: su presente eran los edificios tristes, la gente corriente; el ritual diario del paseo. Pero más allá de la pared iban apareciendo más preocupaciones, cosas pendientes por hacer. Todo muy prosaico. Excesivamente prosaico. El mundo plano de lo prosaico.

Nelson y Pastenia vivían solo para convertir el mundo a su dios. Aspiraban a conquistar el mundo para su idea, su religión; su iglesia; su secta. Se preparaban constantemente para ese fin. Dedicaban horas y horas y en esa lucha declarada al mundo eran felices. Eran guerreros de su fe y su fe crecía. Sus enemigos eran todos los infieles del mundo y a todos había que convencer, que derrotar con argumentos: al indiferente, al ateo, al que pertenecía a otra iglesia; al político, al ideologizado, al tonto del bote, al listo. A todos. Nelson y Pastenia sentían el ardor de la lucha, de la conquista, de la misión en la tierra. Su secta era su mundo, su refugio; su familia aislada del mundo que los rechazaba, que los discriminaba, que los excluía; e incluso los odiaba y perseguía. Así habían sido los primeros cristianos y los primeros comunistas; y los fervientes nacionalistas. Y ese era el secreto de una vida en acción individual y colectiva.

Mientras Ekegardo caminaba pensaba que ya entendía por qué algunos de sus amigos seguían manteniendo sus aparentemente caducas ideologías políticas, sus utopías, sus fobias, sus proyecciones irracionales: una parte del mundo ha de ser combatida por ser los malos, los rufianes, los explotadores sin escrúpulos; los cínicos vampiros chupa-sangres. Los enemigos no podían jamás desaparecer, porque entonces, ellos mismos, se perderían en el más sublime de los aburrimientos. De las rutinas. Del tedio. De lo insoportablemente prosaico.

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