08 septiembre, 2010
UNA PELEA CALLEJERA
Habíamos visto la película "Conocerás al hombre de tus sueños" en los cines de San Agustín, en Gijón. Habíamos ido con una pareja amiga y luego comentamos la película en una cafetería. Pero antes de la película Ana y yo habíamos decidido pasear por la zona centro con el fin de hacer tiempo hasta la hora de la película. Habíamos llegado pronto y nos llamaba la atención la multitud de adolescentes que poblaban toda la zona del centro comercial San Agustín. Pero no era solo la multitud adolescente en sí con su griterío, sus grupos apiñados en torno a centros gravitatorios difusos con un exceso de energía transformada en forma de movimientos erráticos y nerviosos; sino también los grados de alcohol en los cuerpos de algunos y así las palabras salían ya muy gruesas y los movimientos resultaban torpemente zigzagueantes. Ana y yo ya sentíamos cierto temor simplemente con pasar por allí. Quizás sea una escena muy normal para los gijoneses que pisan el centro de la ciudad en vísperas de fiesta o los viernes y sábados. Quizás ya lleva muchos años este tipo de multitudes adolescentes pululando por ciertas zonas de moda en toda ciudad española y además con sus incontrolables borracheras y violencia incluida. Quizás eso sea lo normal en esa edad y no se puede esperar otra cosa. Los chicos han de divertirse y deben de tener plena libertad para hacerlo. Pero Ana y yo, profesores los dos y acostumbrados a bregar con adolescentes, sentíamos cierto miedo al cruzar por aquella zona. Había una extraña tensión de hormonas alteradas, las hembras llevaban minifaldas excesivamente cortas y los machos estaban muy inquietos dando voces, empujándose unos a otros, exhibiéndose ante las hembras. Fuimos caminando hacia un túnel más bien corto que lleva a una zona diferente de la ciudad. Y cuando llegamos al túnel sucedió.
De repente vimos a dos o tres chavales altos rodeados de centenares de chavales golpeando sin piedad a un chaval que permanecía de pie de milagro. Los golpes llovían sobre aquella criatura de un modo que jamás había visto salvo en las películas: eran patadas lanzadas con carrerilla incluida a la cabeza de la víctima que por suerte lograba cubrirse con las manos pero no por mucho tiempo de haber seguido así. Los chavales hacían de público y parecían divertirse con la escena. Si el chaval tenía amigos de pandilla no había nadie que lo defendiera. Estaba solo y aquello tenía visos de acabar en el hospital. Por un momento traté de huir de la escena. Que les den por el culo, pensé, ya estuvo bien de bregar con adolescentes por tantos años con tan poco éxito profesional; solo me faltaba esto. Pero algo me hizo actuar, enfrentarme a la situación venciendo el miedo, y Ana lo mismo. Los dos nos colocamos cerca del muchacho rodeado por la turba adolescente. El chaval estaba en estado de shock con la cara amoratada y en pie. En ese momento se habían retirado los dos cafres que le golpeaban, pero era solo para descansar. Yo, con mis 60 años, comencé a caminar a un lado y otro con los puños muy apretados y con mirada amenazadora. Me sentía de repente como un animal capaz de hacer mucho daño. Ana se acercó al chaval. Los centenares de chavales parecían ahora cientos o miles. Nos habían detectado y esperaban más espectáculo. ¿Qué harían esos vejestorios? pensarían. Yo seguía tenso y ya no me importaban las consecuencias. Podía lanzarme a cualquier cosa. Simplemente el miedo desapareció. Y, de repente, uno de los chavalotes, alto y vocinglero gritaba al mismo tiempo que tomaba carrerilla para golpear de nuevo: “¡Nano!¿A quién robaste la chavala? ¡Hijo puta!” Ya me iba a abalanzar sobre la mole con boca y patas que intentaba consumar lo empezado, cuando por suerte y de forma instantánea un hombre de unos 30 años, pequeño de estatura pero cuadrado como un bloque de cemento armado; se interpuso, paró al chaval en seco agarrándole al mismo tiempo como si de una garra de león se tratara y lo lanzó a cierta distancia reculando como una marioneta. Luego le dirigió una mirada amenazadora que hizo echar a correr al matón de tres peras al cuarto gesticulando como un mono cobarde. El hombre aquel mandó a todos alejarse y ordenó a la víctima marcharse cuanto antes por el túnel. Ana y yo sentíamos un alivio increíble. La disolución del tumulto y la llegada de algún otro compañero del hombre impidió saludarle y hacerle sentir mi admiración por su pronta intervención. Parecían “gorilas” de alguna discoteca cercana que quizás ya estaban algo al tanto de lo que estaba pasando.
¿Qué pudo haber pasado de haber intervenido? solo Dios sabe. Mi hija de 22 años me decía que había sido un error el habernos acercado, que aquella turba me pudo haber enviado al hospital sin ningún remordimiento; que no solo es alcohol lo que circula por el cuerpo sino otras sustancias que hacen de la violencia un ciego y placentero desahogo. “Papá, no lo vuelvas a hacer. Si ves que ocurre algo así aléjate del sitio. Pudisteis poder acabado muy mal. Pero tampoco tuviste que haberte asustado de esa violencia. Siempre hubo peleas de adolescentes en las fiestas, entre los pueblos, entre barrios. Siempre fue así.”
Sí, en algunos casos. Me vino a la memoria el Fito, el Machaco y otros personajes del Gijón de los 60 con sus bandas de matones aporreando a cualquier víctima escogida en El Jardín, en El Parque del Piles. Pero también era verdad que normalmente acudíamos en masa a separar cualquier pelea. Intentábamos mediar y evitar la sangre. En este caso la sangre y la violencia parecían ser puro espectáculo de violencia orgiástica.
2 comentarios:
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Realmente, hay que tener valor para enfrentarse a esa turba.
ResponderEliminarBueno. No llegué a enfrentarme, pero casi casi. No sé lo que hubiere pasado. De todos modos ultimamente me llevo tropezando con esta violencia de calle tres veces: a) con un piquete de lumpe-huelguístas que casi me pegan. b) con unas gitanas en un supermercado que a punto estuve de saltar (véase Gitanos: un problema insoluble)y c) con estos chavales alocados y violentos.
ResponderEliminar¿No habrá algo en el ambiente?