13 septiembre, 2010
LA CAÍDA
Venía caminando de las montañas y me di cuenta de que la mente no estaba nunca en el presente. En una palabra la mente estaba continuamente cavilando sobre una cosa u otra, pero nunca en el presente; siempre en otro lado, en otra situación; preocupada o exaltada o rumiando el futuro. La mente nunca está quieta. A veces parece un caballo loco. La mente se comporta así porque nunca está a gusto, porque la vida en sí es un fastidio, porque nunca coinciden los deseos con la realidad. Porque hay un desajuste entre la realidad y la subjetividad que jamás se puede corregir. Hay momentos en que nos sentimos afortunados, encajados; pero duran poco. Algo o alguien no tardará en empujarte, darte un codazo o hacerte dar un traspiés.
Ese desajuste es universal. Es condición humana. La mente se siente libre de crear mundos, de imaginarse lo que le dé la gana. La mente es gaseosa, volátil, espiritual. Puede imaginarse los mayores terrores y temores y los más maravillosos paraísos. La vida, la realidad, es condicionante; no para de ponernos límites, problemas, preocupaciones; y, por lo general es siempre prosaica, rutinaria, fastidiosa, insidiosa, incómoda. La felicidad y la alegría se suelta con cuentagotas y hace que la mente se coloree de mil maneras, luego todo vuelve al color gris. Pero queda el recuerdo. Muchos recuerdos nos llevan a las nostalgias. La mente se puede llenar de nostalgias. Y las nostalgias o las ilusiones nos ayudan a contrapesar lo grisáceo de la vida diaria. El calor de una familia, la inocencia, los juegos, los amigos de la infancia; la juventud, la intoxicación del primer amor; las excursiones a parajes insólitos, etc. Todo ello cobra un color mítico que persiste en los recuerdos. Pero la realidad niega esas nostalgias, las contradice a placer; nos muestra la cara egoísta y las sombras de la gente en que habíamos creído. Nos incorpora a un inexorable ritmo de pesadez o aburrimiento que continuamente hemos de superar.
Si todo lo que ocurre en este mundo tiene una razón y sentido, entonces el desajuste entre la mente y la realidad tiene que significar algo. Una conciencia ajustada a la Razón universal tendría que vivir una permanente armonía y equilibrio. Desconocería lo que es el desasosiego y el sufrimiento pues todo ocurriría exactamente como ha de ocurrir. Satisfacción plena. Pero podría ocurrir que el ajuste y sincronización entre razón y conciencia individual es algo real y absolutamente permanente, pero no a nivel de conciencia, sino en la mirada de Dios. La conciencia humana no alcanza esa razón universal, esa coincidencia no es comprensible ni puede formar parte de nuestra experiencia salvo en algún destello místico o lúcido. Hay una fisura, una grieta, una discontinuidad entre mente y Mente Universal: Dios. El hombre sufre esa carencia, esa separación, ese desarreglo. Si el hombre viviera una pura inmanencia viviríamos como hacen los animales: seguiríamos nuestro instinto y punto. Pero en el hombre está la mente que alcanza e intuye realidades que niegan esa pura inmanencia. El hombre trasciende su realidad, no puede evitar hacerlo. Somos conscientes de valores universales conducentes a una mayor justicia y felicidad. Somos capaces de recrear utopías. Percibimos las nostalgias profundas de otra vida, otra posibilidad de relaciones armoniosas, equilibradas, saludablemente afectivas. Somos capaces de imaginarnos una vida más allá de la muerte. ¿Por qué?
El cristianismo habla de una caída. Somos criaturas caídas. Condenadas a vivir en separación (pecado) con nosotros mismos y con nuestro Creador. Hubo un desarreglo o ruptura primigenia que rompió con una armonía o sincronía con la razón universal. Quizás un estado de inocencia animal, pura inmanencia. A partir de la separación somos arrojados a un mundo de escisión, de insatisfacción permanente, de desasosiego. Y es así porque siempre contrastamos nuestra existencia real con otra imaginaria que jamás coinciden. El cristianismo habla de pecado, de culpa universal que requiere retribución, expiación. La aceptación de esa expiación abriría el camino a una paz con uno mismo. Pero ese es otro tema.
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