Y sin embargo existe la inocencia. ¿Qué es la inocencia? Un niño es inocente porque desconoce cómo funciona el mundo; porque ve las cosas más como un momento presente en el que van apareciendo sucesos a los que todavía no sabe darles un sentido más allá de lo que percibe y siente. O si empieza a darles un sentido es más bien un sentido mítico de bueno y malo como si las cosas o los sucesos tuvieran una relación directa con fuerzas mágicas malignas o benignas. El universo del niño tiene relación con los cuentos, con las leyendas o relatos míticos. Confía en la bondad de sus padres y sabe que ellos están ahí para protegerles de lo malo. De los hombres malos, de las malas personas, de los animales peligrosos, de la oscuridad; de la bruja, de los ogros, de los enanos traviesos. La inocencia es un don que solo se vive en esa época. Pero es un don que nos marca para toda la vida. La vida fue de otra manera al principio de nuestras vidas. Para la gente de mi edad nuestros padres eran como dioses que nos protegían; y, aunque a veces nos pegaban o nos castigaban, lo hacían por nuestro bien. Los maestros en la escuela actuaban de forma parecida por mucho que nos riñeran o pegaran. Así fue el mundo de nuestra infancia y así nos marcó.
Pero la inocencia no ha muerto a pesar de los años pasados y de la vida transcurrida. Es más, cuando ya hemos bebido con abundancia de las amarguras de la vida, surge un ímpetu valiente de desprecio a lo que ahora nos atrevemos a volver a calificar con desvergüenza y venganza, de ogros, de brujas, de magos malignos; de monstruos salvajes e inhumanos, de oscuridades frías y caóticas. Nuestra inocencia pasada viene a nuestro auxilio y con ganas de ajustar cuentas con lo malo que nos destruyó la bendita infancia y nos dio palos sin piedad cuando nosotros solo tratábamos de ser buenos, de obedecer, de hacer las cosas lo mejor que podíamos, pero sin nunca logarlo porque siempre faltaba algo importante que lograr y si faltaba era por nuestra culpa, infinita culpa. Lo malo, el mal, que también llegó a poseernos y a disponer de nuestra vida y acciones; y, así lograba pervertirnos en nombre de muchas cosas engañosas que parecían hacernos flotar por encima de las turbulencias. El mal que como un demonio nos poseía en nombre de la vida y de la supervivencia, de las ventajas y desventajas a sacar de las cosas y de las personas; y, así nuestros padres pasaron a ser personas de carne y hueso como las demás, con sus vicios y virtudes, con su vulnerabilidad humana. Pero el mal tiene también sus límites y sus puntos vulnerables.
Armados ahora de la experiencia de la vida, de los años de lucha, de la razón más afilada, del sentido común más endurecido; precisamente ahora, tratamos de dejar paso, de dar entrada a lo que siempre estuvo ahí escondido, reprimido; a lo que siempre nos ayudó a ver el otro lado más profundo y misterioso de la vida. La inocencia reclama su territorio y los malos ya sabemos quienes son; y, la maldad y el mal están ya identificados, y les cuesta muchísimo volver a seducirnos, a forzarnos a engañarnos, a darnos palos. La inocencia es ahora libre de soñar, de construir sus palacios de magos y hadas buenos, de recuperar a nuestros padres primigenios o arquetípicos para volver a sentirnos protegidos con su poder bondadoso y desinteresado. Es hora de volver a jugar, de inventar cuentos, de dar nombres nuevos a los territorios que seguimos explorando, de retomar los buenos amigos y volver a hablar del Capitán Trueno, de El Jabato, de Superman, de las aventuras de Julio Verne; de las historias de la Biblia. Es hora de nuestra revancha con la realidad; es hora de desconectar y decir YA NO PERTENEZCO A TU DOMINIO por mucho que te empeñes o incluso me hagas morir de hambre o torturado por alguna enfermedad terrible.
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