Antes de haber estado en la biblioteca había pululado por las calles del barrio con mente en zona gris. La zona gris de la mente es la zona de la vida corriente y moliente donde todo parece normal y la gente tiene la mirada puesta en sus quehaceres. Cuando uno camina en la zona gris de la mente lo importante es llegar a donde haya que llegar y cuanto antes. Quizás a casa, quizás a correos o a hacer un recado, una compra. Luego una vez llegado a casa hay otras cosas rutinarias que hacer antes de gozar de tiempo para ver la tele o escuchar música o leer. Habrá que lavar la ropa, quizás hacer la cena, o a lo mejor corregir exámenes o preparar clases para el día siguiente, papeles que hay que rellenar, ropa que planchar, la luz que hay que reparar. Siempre pensando que mañana será un día parecido, encauzado de la misma manera más o menos. Vida rutinaria, prosaica, profana. El programa de radio o televisión o la simple ojeada de los periódicos refuerza esa vida gris. Nada sustancial que leer o escuchar o ver. Nada trascendental que nos trastoque la vida y la seguridad de nuestros refugios domésticos. El mundo es plano. La realidad es plana y predecible. La normalidad nos protege de sobresaltos que no deseamos. En el fondo, si no nos falta el trabajo, deseamos que todo siga así. Todo tranquilo, predecible.
Pero esa tarde mientras caminaba por las calles del barrio quise cambiar el eje de normalidad, alterar de alguna manera las vibraciones, trastocar las escenas que iba contemplando. Me paré un momento. Y entonces fui reduciendo la mirada a un escaparate. Me quedé mirando al escaparate y reduciendo más y más el círculo de visión hacia objetos concretos. Me quedaba en ese objeto reduciéndolo a partes. Partes mínimas de visión y cada parte poseía una superficie, un espacio, un color, una textura, una estructura, un contexto un gestalt. Cada parte era un mundo en sí misma pero también un territorio limítrofe con otros que podía ir explorando a placer sin prisa, sin imponer ninguna preocupación; tan solo viajar y dejar que el paisaje me llevara. Podía haber estado horas en aquel escaparate descubriendo detalles geográficos, territorios inexplorados, contrastes de luz insólitos y más, más. Luego, desvié la mirada hacia la calle y todo empezaba a tener otra tonalidad: la gente aparecían como formas biológicas inquietas, cubiertas de ropa para ocultar su animalidad de homínido. Me fijaba en los pasos, la curiosa manera de andar, las miradas ¡las miradas! Esos ojos cansados con bolsas, esa mirada perdida, esa expresión de rabia contenida, esa ingenuidad a flor de piel. Los rostros: unos de indiferencia, otros de ansiedad, otros de ilusión, otros de abatimiento, otros de fe en algo, alguno más de depresión y crisis y otros de vacío. La geografía del rostro, los territorios del rostro.
Seguí caminando y por un tiempo que no viví como tiempo, la realidad se transformó en una liturgia sagrada. Lo sagrado se introdujo por algún canal de la mente y el universo se había trastocado, se había transmutado en otra cosa.
Recuerdo cómo no hacía mucho tiempo y subiendo una montaña difícil que me hacía desesperar, tomé la decisión de fijarme con extrema concentración en el suelo e ir avanzando poco a poco, despacio, despacio y con las manos agarradas al palo como si de un manillar de moto o bici se tratara. Despacio. Eso. Un avance mínimo. No mires la distancia. No mires la cota esa tan alta. Sigue ahí clavado a ese instante. Lento. Territorio. Fíjate en el territorio que pisas: piedras pequeñas, tierra, hierba….pronto la velocidad del paso iba aumentando sin sentir cansancio. Y en un momento cerré los ojos siguiendo en línea recta y allí en lo profundo de la mente aparecía algo así como un túnel blanco y largo que daba a alguna parte, quizás a otra dimensión de luz extrema. La sensación era de extremo sosiego; el cansancio había desaparecido y cuando abrí los ojos ya estaba casi arriba.
Esa tarde antes de ir a la biblioteca ocurrió aquello, pero luego volvió la dimensión gris: la cotidianeidad, lo prosaico, la normalidad; el desasosiego. Todo tiene su tiempo. Pero hay otros mundos en nuestro mundo. Están ahí.
Esto me remite a Borges y a Ricardo Piglia. He aquí un párrafo de Piglia en "La ciudad ausente":
ResponderEliminar"Vivimos en un mundo aparente, proporcionado por nuestro código lingüístico”, con esta frase comenzó mi profesor universitario de gramática su curso sobre las estructuras de la lengua. “Es un romántico de su trabajo, poco tendrá que ver esa afirmación con la realidad material de la vida”, pensé. Pero el que estaba totalmente perdido en las estrechas miras del sentido común era yo, y poco a poco fui descubriendo que las cosas sólo existen cuando las podemos llamar con palabras. Que la lengua es la llave de la realidad."
Aalmor. Gijón
Yo he tenido experiencias similares y uno se da cuenta que la mente puede dar mucho de sí. Lo malo es que siempre estamos demasiado preocupados, entregados a fuerzas externas....
ResponderEliminarK.