Decíamos en anteriores epígrafes que tratar de conocer el self o la conciencia de un modo objetivo es una imposibilidad, tan sólo un ser trascendente que nos pudiera ver en toda nuestra complejidad y dimensiones, sería capaz de tal objetividad. Mientras tanto todo lo que sabemos sobre nosotros es necesariamente subjetivo. Hubo alguna intervención que hablaba de la posibilidad de llegar a un conocimiento objetivo vía la neurociencia, y así, llegar hasta la posibilidad de crear una especie de “programa” que fuese capaz de instalar hasta la misma experiencia de un color en un ciego. Pero hay algo más en todo esto que resulta inquietante. Si no hay ningún referente de objetividad de la conciencia, podríamos así mismo decir, que no hay referente absoluto alguno para el conocimiento en ningún campo de investigación. Fuera de la veracidad científica (que no Verdad) todo lo demás cae en el terreno del consenso social y sus modas, de la ideología, de las filosofías a la carte. Queramos o no ya estamos sumidos en un profundo nihilismo y sus consecuentes relativismos. Para muchos esto significa la apertura a una creatividad y libertad sin fin, una vez superados los prejuicios metafísicos y tradicionales; para otros no tanto. Una conciencia sin referente, sin posibilidad de conocerse o guiarse a sí misma de un modo objetivo, puede ser una bomba de relojería en ciertos contextos.
Si la vida es así, entonces no merece la pena buscar justificaciones morales a nuestra existencia. No las hay y si las hay van a ser siempre convenciones en nombre de la Humanidad, de necesidades biológicas de conservación de la especie, de la libertad y la democracia; pero sabiendo al mismo tiempo que todo es circunstancial e históricamente contingente. No hay Dios, ni ley divina alguna trascendente a quien recurrir. No hay referente alguno que sea capaz de definir nuestra conciencia y nuestro yo, y, por lo tanto en el fondo de mi pensamiento cabe la agraciada posibilidad de hacer mucho bien y practicar mucha solidaridad, pero también existe la perversa posibilidad de hacer aquello que me dé la gana sin medir las consecuencias.
Sin un principio moral trascendente que pueda sentir y temer como verdad absoluta, en realidad vale todo y todo está permitido. Todo depende de la estructura de carácter de cada uno, de sus inclinaciones, de su disposición ideológica o religiosa. Por suerte, los principios morales de siempre siguen actuando como elementos disuasorios en las conciencias de muchos. Están arraigados en forma de arquetipos difíciles de erradicar: algo así como una ley natural instalada en la conciencia. Pero sin un principio moral trascendente que pueda sentir y temer como tal no sería difícil despojarse de cualquier inhibición, de cualquier temor; de cualquier obstáculo que intente dificultar mí egoísmo personal, mi necesidad compulsiva de mentir, de abusar de otras personas, de engañar hasta donde sea posible para mi propio medro y placer. Pero hay algo más: cualquier delirio, cualquier necesidad económica, cualquier visión subjetiva, cualquier seductiva teoría o moda, cualquier horror nazi o comunista y sus derivados o sucedáneos; cualquier ideología nos puede servir para arrastrar a las masas, para someterlas, para medrar, para salirme con la mía, para matar, para eliminar; para llegar a ser un perfecto hijo de puta con todas las de la ley. El MAL es siempre una posibilidad: es, de hecho, el maldito trasfondo de caos y confusión que nos fuerza a configurar nuestra existencia de algún modo.
Bajo la capa de democracia y libertad de nuestros países occidentales hay también una guerra civil larvada, no solo entre las personas, si no también en nuestras propia subjetividad. Hay leyes, hay pautas de conducta; hay consensos, hay elecciones; pero sin una ley moral absoluta que sienta y tema en lo profundo de mi conciencia, todo es provisional y susceptible de transgredir, de utilizar en mi beneficio propio, de saltármelo a la torera cuando crea conveniente. Una conciencia sin más límites que los externos; los socialmente impuestos; o los míos propios fabricados a mi conveniencia, es siempre susceptible de rebelión, del placer de la transgresión por el mero placer y perversidad de la transgresión. Todo es posible y justificable con un poco de psicología, sociología barata, o cualquier modalidad de espiritualidad .
Mi moral atea se basa en dos principios:
ResponderEliminar1. No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.
2. Vive y deja vivir.
Su discusión sería quizá larga y problemática, pero a mi me parecen suficientes como base de una moral humanista.
Runand
Curiosamente coincide con la mía, aunque la mía proviene de una conciencia protestante.
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