Cuando navegamos por la vida lo hacemos inexorablemente
desde nuestra alma. Nadie se puede situar ahí afuera en absoluta transparencia
con el mundo. Siempre habitamos en nuestra alma y es desde ahí, desde nuestra
interioridad donde vivimos la vida con todos sus afectos.
La vida es un territorio inexplorado, confuso, con sus
desiertos, selvas, colinas, bosques, mares, estepas, tundras; capas de hielo. A
veces se producen fuertes vientos, hay tempestades; otras veces hay irritante
calma, calores insoportables, fríos que nos crean angustias y temblores. En
otras ocasiones hay aire tranquilo, sol templado, paisajes acogedores, lluvia
que nos alivia. Hay poblaciones que nos atraen, otras nos producen rechazo,
otras nos dejan en la más absoluta indiferencia; otras las cruzamos, pero sin
sentirnos vinculadas a ellas por muchas invitaciones a quedarnos que recibamos.
Y, luego hay fronteras, horizontes, cielos abiertos hacia el universo que nos
abren caminos nuevos, ideas nuevas, exploraciones intrigantes; descubrimientos
sorprendentes.
Tanto ahí fuera en ese mundo, como ahí dentro en esa alma;
estamos en constante navegación. Navegación peligros en ocasiones, en otras
quedamos aprisionados en constantes círculos viciosos orbitando centros
gravitatorios de malignidad, de incapacidad, de sufrimiento. Hay prisiones que
nos atrapan con facilidad y nos llevan a un permanente malestar
autodestructivo; pero no hay nada de lo que no se pueda salir cuando hay luz
que nos guía, referentes absolutos innegociables, mapas que nos ayudan a seguir
el camino correcto.
La vida de cada persona es un recorrido hacia algo. Hay una
fuerte y poderosa intuición o voz interior que se deja ver y oír en los
momentos que la necesitamos. Es esa voz, o esa luz que nos devuelve a nuestra tonalidad
propia, a nuestro color íntimo, a nuestros paisajes de nostalgia lejana y
profunda; esa nostalgia que nos renueva y rescata cuando caemos, o nos perdemos
en laberintos nebulosos. Poderosa o voz interior que habita en un en-sí que
jamás podemos comprender en su transparencia, pero que habita en nosotros como
un para-sí de suficiencia absoluta.
Nuestros referentes absolutos e innegociables están escritos
en nuestra alma como leyes naturales. Están también escritos en nuestros textos
de tradición judeo-cristiana. Son fuerza y motor de la vida; postes señaladores: no asesinarás, no
robarás, no mentirás, no utilizarás a los demás en beneficio propio o forzarás
su voluntad para sacar provecho. El Evangelio lo resume como “amarás a tu
prójimo como a ti mismo”. Aquello que amas en ti lo has de saber ver, apreciar y amar en tu prójimo
también. Aquello que rechazas en ti lo has de rechazar así mismo en tu
prójimo. Saber decir “no”, alejarse de gente tóxica que no conviene, pero sin dejar de buscar esa apertura donde sea posible el territorio común compartido
en plena confianza, respeto y dignidad. Son los referentes morales necesarios para luego elaborar una ética propia, una estética imaginativa creativa y arriesgada, una ciencia segura; una economía lo más equilibrada posible.
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