Gary Sommer trabajaba hacía muchos años en la taberna del viejo Guss. Vivía encima del saloon con su puta ya retirada del oficio. Hacía años que Guss se había desprendido del negocio del vicio, no porque el predicador Pasley lo denunciara cada domingo en su iglesia; sino por las muchas broncas y peleas y hasta alguna balacera que se producían en aquella taberna por culpa de las mujeres. No solo los canteros, sino también los ganaderos que subían sus bestias hacia el norte, solían parar en el saloon a echar un trago y un mal polvo. El sheriff Dalton le puso las cosas claras: “estos putos canteros y malolientes ganaderos han de ir a follar a otro sitio, podrías poner a tus putas en el cobertizo de Westmore, allá en las afueras, y; déjanos el pueblo limpio. Ya son muchos los problemas y los enredos. El juez Horton está a punto de cerrarte el negocio.” Guss decidió despedir a las mujeres y quedarse con el saloon, pero Gary se quedó con Sylvia Burton, la madame de los ojos verdes de serpiente.
Al año siguiente Daniel “Bull” McNeil cerraba su cantera y los ganaderos ya no pasaban por el pueblo. Las alambradas iban cubriendo las llanuras y era imposible cruzar territorios con las miles de reses sin tener que cortar alambradas o enfrentarse a tiros con los rancheros. Así que cuando finalizaron el ferrocarril del Southwest todo el ganado empezó a transportarse en tren hasta Forth Worth para luego distribuirlo hacia el Norte. En ese mismo año a Guss le falló el corazón y se fue a mejor vida. Nadie sabía de su familia ya que había llegado al pueblo tantos años atrás sin tener que dar explicaciones a nadie de su vida y así fue hasta el final. Así que Gary se quedó con el negocio y con Sylvia Burton. Gary no era hombre de muchas luces y se conformaba con servir botellas de güiski a los viejos rancheros ya arruinados. El pueblo se fue abandonando poco a poco y Gary iba sirviendo cada día menos licor. No parecía importarle. Podía sobrevivir como una rata comiendo cualquier cosa, pero su puta ambicionaba una vejez digna de una madame. Un día desapareció con todos los ahorros del viejo Gary Sommer y se fue en el tren que iba al oeste.
Con el declive del pueblo el antiguo saloon de Guss se fue carcomiendo sin más clientes que unos cuantos indios miserablemente alcoholizados con el peor matarratas del oeste de San Antonio. Pero Gary seguí todos los días detrás de su mostrador siempre silencioso, siempre mirando hacia las montañas secas y peladas masticando tabaco. El agrimensor Willy Constant me contaba que la última vez que había pasado por aquel pueblo Gary seguía allí con sus indios enfermos y su taberna medio destruida.