26 diciembre, 2008

Criaml Sartwert

Criaml Sartwert se acercaba a Fort Bertson. El sol le pegaba de lleno. Hacía tiempo que había perdido el sombrero. La herida le dolía y la sangre se le iba secando. Tenía que llegar al pueblo antes de que perdiera el conocimiento. Cuando el aire caliente arreciaba el polvo le cegaba. Malditos comanches. Les habían tendido una emboscada y todos habían muerto acribillados a balazos. Menos él, que había logrado dejarse rodar por el terraplén del Río Conchos. Luego fue la larga noche caminando a través de los mesquitales con una profunda herida en un brazo. Los coyotes habían olido su sangre y le seguían desde lejos. Habría de llegar a Fort Bertson antes de las 12 del mediodía. Perra vida. Toda una vida huyendo de trabajo en trabajo, de mujer en mujer, de pueblo en pueblo. Toda una vida huyendo para no ser atrapado por nada. Ni tampoco los comanches le habían logrado atrapar. Pero ya era viejo. El viejo Criaml Sartwert. Bonito título. La vida había sido un puñetero desierto plagado de alimañas. Tan solo unos pocos charcos o algún miserable riachuelo para dar alivio a la sed de vivir. Hasta que un día se dio cuenta que ya no tenía más sed. Seco. Estaba seco como una roca del desierto.

Ya se estaba arrastrando por la calle principal de Fort Benson y la iglesia presbiteriana estaba al final, cerca del cementerio. La iglesia estaba llena. Podía ver que estaba llena a pesar de que los ojos se le nublaban. Siguió arrastrándose hasta llegar a las mismas escaleras. Alguien se dio cuenta de su presencia y se acercó. Él, Criaml, preguntó en inglés y en español, susurrando:
--¿Quiero ver a la novia?
--Señor, la novia está recibiendo la bendición del pastor y ya mero que el novio la está besando. Como que ya están casaditos—dijo un mexicano vestido con una chaqueta que le quedaba muy grande.
--Es mi hija, llévenme a mi hija—dijo con el aliento agotado.
--Señor, es imposible. Hay muncha gente y usted no está vestido de boda. Además me parece que usted le ha dado al trago más de la cuenta. Es mejor que se vaya. ¡Hay que la chingada! El gringo está pedo.
--Es mi hija y vengo a su boda—repitió sin poder abrir la boca. Parecía un pellejo de animal sin más vida que unos recuerdos atormentándole sin piedad, mientras algunos mexicanos lo arrastraban hasta cerca de la forja de Matthew Polkas.

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