LOS ZAPATOS PESADOS
Mis zapatos eran pesados. No podía ir a la guerra con aquellos zapatos pesados como el plomo. Me los había regalado mi hermano mayor. Me dijo: He aquí los mejores zapatos para luchar contra los Akelrram. Yo le creí y me los calcé con la mayor ilusión del mundo. Pero cuando llegaron los Akelrram con sus caballos y jinetes tan veloces, su infantería tan decidida, y su absoluta crueldad, aquellos zapatos me impedían moverme, me aferraban al barro como columnas de hormigón. Allí estaba en medio de aquellos fanáticos guerreros una vez mi compañía de lanceros había quedado derrotada y diezmada sin compasión. Yo no les había servido de nada con aquellos zapatos tan pesados, quizás fueran hasta zapatos de plomo; quise darles ánimo avanzando con vigor, pero mis deplorables zapatos me lo impidieron.
El Jefe de los Akelrram se quedó mirándome allí clavado en el barro como un cipote y se echó a reir. Aquel salvaje hijo de puta se reía de mi como un descosido. Hizo que toda su demente soldadesca me dieran una patada en el culo y luego me abandonó allí mismo clavado por mis zapatos horriblemente pesados en el lodo de la miseria y rodeado de los cadáveres de mis valientes soldados a los cuales no supe dar el caudillaje que necesitaban.
Nunca supe por qué mi hermano mayor me había dado aquellos zapatos para ir a la guerra con los Akelrram, ni tampoco sé por qué los había llevado puestos de todas maneras.
EL LIBRO DE LA CIENCIA ETERNA
Un día iba caminando por el campus de la universidad de Koplanika, cuando me detuve ante un discreto escaparate iluminado por luces rojizas y azul oscuro. Allí, puesto sobre un atril de madera barnizado y con talladuras de almas en absoluta quietud, reposaba un libro sagrado de impecable impresión y bordeado por unas cortinas abiertas de color negro. Pronto me di cuenta que era el libro de la profetisa Gurma Ama Blake, titulado Ciencia de la Eternidad. Aquel escaparate tan discreto y al mismo tiempo tan atractivamente esotérico, era ni más ni menos que un llamado salón de lectura de los adeptos a la Ciencia de la Eternidad. Al sentirme un tanto decepcionado por el examen tan rácano que había hecho, y al haberme dado tremendas calabazas mi tentadora compañera de clase Lizzie, sentí la necesidad de un buen refrigerio espiritual profundo. Nada mejor que una buena secta discreta, exclusivista, místico-esotérica y de alcance internacional como la Ciencia de la Eternidad.
Entré sin dudarlo, decidido a dejarme ser introducido e iniciado en tan misteriosa secta. Una mujer de mediana edad con sonrisa de estatua de cera y vestida de largo con una especie de túnica color azul oscuro me recibió. El local olía a hierbas exóticas, a vapores de extrañas hierbas, humo como de tabacos de tupida selva; una vez me indicaron que atravesase un denso cortinaje color negro, me di cuenta que ya estaba en el meollo del asunto de esta iglesia. Alguien subido a un púlpito leía del libro de Gurma Ama Blake y nos aseguraba que la materia no existía, que todo era espíritu y que ya vivíamos en el Espíritu Eterno que era nuestra Madre-Padre o Padre-Madre y que ya estábamos sanados de todo mal y de todo error y nuestra era la elección final para salir del error, de la vana ilusión de pensar que vivíamos en la vil materia. En una palabra yo ya era espíritu puro dentro del Espíritu Eterno. Todo había sido rápido, momentáneo, fuertemenete emocionante. Luego vinieron los cánticos y las alabanzas y me regalaron un ejemplar del libro Ciencia de la Eternidad. Todos los miembros de la secta me dieron la mano, algunos me abrazaron; me sentía un hombre feliz y completo, dueño de la Eternidad. Me sentía flotando en el eter del espíritu.
Pero al ir saliendo notaba que el libro pesaba demasiado. Aquel libro se me hacía literalmente insoportable. Una vez en la calle y ya de noche notaba que el Libro me agotaba cada vez más. Que su peso era enormemente desproporcionado para mi cuerpo, que ya casi me encorvaba porque no podía con su materialidad de cartón-papel. Intenté atravesar el campus con él para llegar a mi apartamento, pero me hundía con su peso. Ahora ya casi me arrastraba por la dura materialidad del suelo de piedra del camino a la biblioteca. Alguien sintió pena de mí y me quiso ayudar a levantarme: Oiga, me dijo, usted lleva mucho peso, ese libro debe de pesar horrores. Podríamos llamar a un jardinero para que le trajera una carretilla y le ayudara a llevarlo.
El jardinero de turno intentó levantarlo con su elevador hidráulico pero el motor acabó quemándose y el libro seguía allí como un lingote de pura criptonita. De repente, comenzó a hundirse en el suelo formando un agujero. Poco a poco se fue hundiendo y el agujero se fue abriendo sin final posible. Duró poco el hundimiento, pues a los cinco minutos desaparecía aquel ejemplar de la Ciencia Eterna de Gurma Ama Blake bajo tierra sin dejar más rastro que un poco de tierra removida.