Despierto con la sensación de que la vida tiene un trasfondo de quietud que nos afecta a todos en
cualquier momento de mente despejada y percepción directa de las cosas. Quiero decir que hay momentos en que las nubes de las preocupaciones o los tropiezos del dolor y el sufrimiento, desaparecen como por un milagro y de repente te das cuenta que hay absoluta tranquilidad y sosiego en el trasfondo de todo. No dura mucho tiempo, pero sí el suficiente para despertar esperanzas olvidadas o quizás ahogadas por el contínuo trajín de la vida y entonces se recupera la mirada de la infancia y se piensa que ese trasfondo es la llamada del alma del universo común a todas las criaturas conscientes. La llamada al juego, a la alegría, al caminar por el sendero que nos lleva a la Gran Montaña y allí mirar juntos el Gran Valle de belleza inaudita. No dura mucho, es cierto, pues rápidamente las nubes de la confusión o los dardos de las inquietudes o las voces de los expertos en mil y una cuestiones nos devuelven a eso que llaman realidad. Dicen que hay que vivir en la realidad y pisar fuerte en ella. Cierto, nada que objetar. Pisemos en ella con fuerza pero al mismo tiempo nunca descuides ese trasfondo de quietud que es otra realidad, quizás la esencia de todas las realidades posibles. No descuides el misterio en que se sustenta todo y no dejes que los expertos en mil y una cuestiones te dicten lo que ha de ser tu realidad.
He estado pensando la noche pasada sentado en la soledad de mi sillón preferido y en silencio, que la figura de Cristo es en primer lugar una imagen mental que nos hacemos de una idea o una sensación que ha de ser confusa por necesidad. Recibimos tal idea ya en nuestra infancia a través de la tradición, la cultura y la religión. Es en la infancia cuando esa figura religiosa puede adquirir significados de bondad, de divinidad, pero en esos años tiernos esas cosas relacionadas con Dios nos inspiran tanto miedo como magia. Los curas nos inculcaban la moral como miedo al castigo y entonces ese Jesucristo no acababa de ser una figura del todo amable, pues albergaba un trasfondo de castigo y juicio severo y venganza infernal en última instancia. Entonces a medida que ibas creciendo te ibas alejando de esa figura y te ibas distanciando también de esa forma de percibir la moral y las últimas verdades de la religión, aunque siempre quedaba un trasfondo de misterio en torno al Cristo cristiano. Misterio que ibas racionalizando e integrando entre las cosas de este mundo y olvidando sin darte cuenta.
Pero el poder de los mitos es mayor de lo que pensamos. Jesús el Cristo cristiano es una figura mítica en los evangelios: una figura mítica que trata de pasar por histórica, pues lo que importa en los evangelios es el Cristo y no el Jesús judío que pudo haber vivido una vida de profeta mesiánico-apocalíptico dentro del judaísmo y muerto por cualquier razón de encontronazo con el poder de Roma. Pero el mito proviene del futuro de sus seguidores que no pudieron aceptar su muerte como otra muerte injusta de las muchas que se producían en el mundo de entonces y en el actual.
Entonces la figura de Jesús se fue elaborando en la figura del Cristo, pero no el Cristo como Mesías judío, sino como Divinidad que se va mezclando con la esencia del "Padre" para más tarde constituirse ya en el mismo Dios Trino (al Dios judío había que dulcificarlo con aportes helénicos). El Cristo de Pablo es ya una figura cósmica dentro de un cosmos sobrenatural con sus entes complejos tanto del cielo como del mundo sublunar con sus arcontes, demonios, e influencias nefastas sobre el homínido. La redención del Cristo de Pablo trasciende lo meramente humano para barrer las oscuridades diabólicas de todo un cosmos contaminado por el mal. Y luego, una vez elaborada esta teología, se escriben los evangelios que van a escenificar ahora la vida de un Jesús camino ya de ser divinizado, pero con residuos de lo que debió de ser la vida del Nazareno en su etapa realmente humana. Los evangelios nos presentan acontecimientos mitificados en lugar de seres complejos de carne y hueso en su misma realidad. El mismo Jesús se nos escapa como homínido para convertirse en una figura que esconde muchas cartas ocultas y todas a su favor. Al final todas las cartas están a su favor.
Ese es el poder del evangelio de Pablo: el mal queda vencido, derrotado por el Cristo con su muerte que no es muerte sino resurrección que vence a la muerte y entonces ya tenemos la puerta abierta a la vida perdurable a través de este acontecimiento tan absolutamente trascendental e irreversible que cualquier homínido que sea capaz de visualizarlo, comprenderlo y sentirlo en profundidad, se hace partícipe de la vida eterna. Los evangelios intentan escenificar la vida de Jesucristo con este desarrollo final como objetivo. Otra variante de esta buena nueva es la del cuarto evangelio: Juan.