Una niña que baja corriendo por un camino en un bosque. Una madre que camina detrás sonriente contemplándola. Detén la imagen. Ya tienes el mundo a tus pies. Fíjate en los árboles. No los nombres. Fíjate en el cielo gris-rojizo. El aire ahora mueve los árboles. Los
helechos también se mueven. Fíjate en la cara sonriente de la madre. Sonríe, pero los ojos parecen mirar para adentro. La niña sigue bajando corriendo y es feliz. Es una niña feliz que no tiene miedo a lo que vendrá después. Puede que sea una cena sabrosa. O un programa de televisión favorito y siempre papá y mamá allí con ella. Y tú. ¿Qué haces? Pareces mirar a las cimas de los montes cercanos. Siempre te han gustado las cimas de los montes. Es tu aspiración subir y contemplar los paisajes desde arriba y ver sus detalles desde arriba. Los detalles adquieren sentido desde arriba. Pero la niña te inspira la inocencia de otra vida, de otro mundo.
Hay en toda esta estampa muchas cosas, muchos detalles. Podrías describir la estructura poco a poco y con minuciosidad. Los rostros. La ropa. Tres personas que forman un conjunto. Frío. Impersonal. Pero extraño. Despojado de toda asociación o evocación hay extrañeza. Pero no podemos mirar al mundo desde tal extrañeza. Sí podemos imaginar esa posibilidad, pero no la podemos vivir como tal. Y entonces una vez que vemos ya hay sentimiento, sentido. Atrapados. Nos atrapa el trasfondo de preocupación. De lo que ha de venir o suceder. Y el pasado con sus recuerdos que se evocan. La niña con su inocencia me produce tristeza. Surge en mi un sentido de rebelión contra la esclavitud de la existencia. Inútil. Es imposible que no te doblegue la pesadez gravitatoria física y anímica.
(Sigan leyendo los comentarios de abajo)
17 abril, 2020
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