Además tenía la idea de que la vida era un milagro. Toda situación era para él un milagro.
El hecho de que algo existiera y estuviera ahí presente le resultaba extraordinario. Hasta lo horrible, lo feo, lo cruel, lo fanático, lo ignorante, la perfidia y la prepotencia, le resultaban extraordinarios. El hecho de existir, según él, se sustentaba en un sustrato de misterio que podría ser divino o diabólico, o mezcla de las dos cosas.
O, también podría ser simplemente lo que abarcan los sentidos, y; todo aquello que no resultare visible o audible o sentido por el tacto o las palabras, nos habría de ser indiferente. Ese no-ser, entonces nada tendría que ver con nosotros. No habría posibilidad de trato o relación, y entonces para qué preocuparse. Pero, quién sabe,--especulaba él sin miedo--podría haber otras cosas, podría haber sustratos no visibles, espirituales; entes inteligentes más allá de nuestra percepción y con naturalezas misteriosas. Esa era parte de su exploración a través de la introspección y las muchas lecturas y las técnicas hermenéuticas cada vez más perfeccionadas.
Aquel señor serio y afable yo lo había conocido cuando tenía dieciséis años y fue siempre una referencia de persona inusualmente culta y de profunda agudeza intelectual. Su casa era espaciosa. Vivía en las afueras de la ciudad cerca de un bosque. Era una casa señorial
con un gran salón y un piano que normalmente tocaba. Su mujer era una persona de trato cálido y afectuoso. Los solía ver con frecuencia, y seguí manteniendo contacto con ellos durante mis visitas a la mansión.
En aquella primera visita a la casa el señor me invitó a ver la biblioteca. Libros. Pensamientos. Historia, Historias. Narrativas, viajes, aventuras. Ciencia. Y sobre todo filosofía y religión. Aquella visita me marcó para siempre. Una fuerte sed de saber se apoderó de mí y nunca me abandonó.
Así que con los años llegué a tener también una casa grande con un salón espacioso y un piano, una mujer afable y efectuosa y sobre todo una biblioteca, una gran biblioteca con un par de butacas y un ventanal que mira al bosque.
Pero mi angustia fue no descubrir el punto cero. El punto-eje del universo. Jamás mi mente había sido capaz de descansar ni un segundo en la indiferencia absoluta. En el ansiado éxtasis de la absoluta neutralidad cósmica.