29 abril, 2023

EL REVERENDO Y SU FONOLOGÍA DIVINA

El Reverendo llegó al pueblo con su viejo Chevy. Se dirigió a la Primera Iglesia Bautista y allí le esperaba el presbítero. Ocupó el primer piso de la casa adyacente al templo y no salió de ella en toda la tarde. El clima de aquel pueblo era seco y la población había pasado de dos mil quinientas personas a quinientas en el plazo de un par de decenas de años. Habían desviado el ferrocarril que se dirigía hacia el oeste y algunos comercios importantes habían cerrado sus puertas al perder la clientela más sustanciosa ligada al ferrocarril. El pueblo había perdido vida y sus quinientos habitantes iban alcanzando una edad venerable. Había algunas excepciones de matrimonios jóvenes con


su 
prole y algunos muchachos ligados a estas familias. Ahora era un pueblo principalmente agrícola y con algo de ganadería. El Reverendo, que era un hombre práctico, había estado reflexionando toda la tarde sobre su nueva función en un pueblo como este. Hombre de unos cuarenta años, divorciado de su primera mujer, y ahora convertido en un ser solitario con vocación de cristiano muy agarrado a las letras impresas de la Palabra y ejerciendo sobre ellas una hermenéutica de rigor literalista, pero al mismo tiempo sabiendo separarase de los significados antiguos para darles una actualidad coherente con los tiempos. Él tenía clara su vocación con la iglesia y procuraría que su nueva membresía lo comprendiera también. Aun era pronto para saber cómo responderían estos creyentes en concreto a su presencia.

Llegó el domingo por la mañana. El presbítero ya había colocado las flores y los himnarios en sus sitio. El cartel anunciador de los versículos e himnos del culto ya estaba actualizado tal como le había sido notificado por el Reverendo en horas tempranas. En media hora comenzaría el servicio de la Santa Cena y la predicación. Estaba un tanto nervioso. Colocó lo mejor que pudo su alzacuello, se subió al estrado. Desde el púlpito contempló el templo todavía vacío. A su izquierda había un viejo órgano con las partituras ya dispuestas. El organista era un abogado ya retirado llamado Herman, según le había anunciado el presbítero. Solía llegar cinco minutos antes de comenzar el culto, y era de esperar que llegara sobrio y bien aseado. Metido en sus meditaciones, el Reverendo fue viendo cómo la gente se iba sentando en aquellos austeros bancos de madera. Y a las once exactamente comenzaba el servicio religioso. 

Leyó los primeros versículos de forma grave, enfatizando la pronunciación, dando a las
palabras una fuerza que producían una realidad visual y sonora casi absorbente y definitiva.

La Biblia para el Reverendo era la Palabra encarnada en su materialidad sonora y las letras impresas actuaban como ese camino pedregoso que uno a veces ha de seguir para llegar al monte o al río más cercano. Los feligreses quedaban desconcertados, pues era evidente que el nuevo Reverendo sentía pasión, más que de lo invisible y espiritual del mensaje, lo que él evidenciaba era la realidad de las palabras en sí; de las oraciones bien conectadas, del orden fonético y sintáctico con que quedaba estructurada la Biblia. 

Esa realidad divina de la Palabra cobraba vida en boca del pastor. Se encarnaba en pura materia de sonido y pronunciación. Siempre como alófono de una fonología divina inalcanzable. Así habría de ser la vida de los creyentes con su orden y estructura de vida, de cuerpo y alma, de sonido particular, pero siempre alófonos de la Palabra real y material del Dios que ama también la materia: La materia mortal hecha de sangre y vida se transmutaba en la inmortatidad de la Voluntad Divina. Inquietante mensaje el de el Reverendo y extraña era la conexión que hacía su nueva feligresía con aquella novedosa forma de anunciar el evangelio. Un evangelio arraigado en la tierra y la cruda vida de un pueblo degradado a ir a menos, pero las esperanzas no estaban perdidas. El Reverendo les daba esa perturbadora fuerza de la Palabra que no dejaba indiferente a nadie. 

Una vez acabada la lectura y el sermón, el abogado retirado--hoy aseado y cuerdo, apretaba con gana y brío las notas del himno 42 seguido de las voces al unísono de la mermada congregación compuesta de gente ya mayor, unos pocos niños de escuela dominical, y el resto quizás ya más ancianos que matrimonios jóvenes con futuro prometedor.   

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