Miraba las tumbas y los nichos. Llevaba una biblia en la mano forrada en piel. Era la época de Franco. Años sesenta. Llegarían más de sus correligionarios: los creyentes evangélicos. Familias con sus hijos todavía niños o adolescentes. El cementerio civil se iba llenando de visitantes diversos, pero la mayoría eran los protestantes de la Capilla Evangélica de la Calle Prendes Pando. Allí yacían sus fallecidos y en esta fecha la comunidad hacía un culto especial en memoria de sus muertos. Siendo el treinta y uno de noviembre no era raro ver el cielo gris otoñal cubrir la amplia vista hacia los montes de Deva o el Pico Fariu, más cercano el Picu San Martín. La escena reunía esos componentes propios del Día de Los Difuntos que hacen posible una seria meditación sobre la muerte y el más allá. Las biblias bajo el brazo o cogidas de la mano imponían un respeto por la revelación de la letra impresa que habría de ser leída con veneración en unos momentos. Pero había también un halo de espíritu romántico sacado de algún poema de William Worthwords que se podía haber escrito en aquel momento en toda su inspiración, pues al ir oscureciendo el cielo cada vez más encapotado, resaltaba el verdor de los prados y los montes acariciados por un aire fresco melancólico.
El culto protestante del cementerio civil del Día de los Difuntos era una especie de paréntesis de tiempo sagrado que surgía al juntarse una congregación de personas de pie y a la entrada del Cementerio Civil en aquella húmeda antesala más propia de entrada a una morgue o un macelo que un venerable lugar de difuntos. Y en ese silencio inesperado, de repente unas cincuenta personas de todas las edades cantaban esos himnos tan hermosos de sus himnarios, que solo era posible oírlos alguna vez en alguna película americana del oeste u otras donde aparecía un culto protestante. Los himnos eran profundamente solemnes al tiempo que hacían referencia a la trascendencia de un Dios salvador en su hijo Jesucristo. No había ninguna señal de liturgia o de signo común en otras iglesias cristianas como la cruz o las velas ni representación alguna divina.
Luego venía la lectura de algún pasaje de la Biblia que
todos iban siguiendo con sus biblias abiertas, seguida de una breve predicación
de algún pastor o presbítero (anciano) invitando a participar del mensaje
evangélico del más allá real y palpable siempre según la Biblia, la esmerada
impresión de aquellas biblias Reina-Varela de 1960. Y todo acababa con aquel
himno famoso del final del Titanic "Más Cerca oh Dios de Mí" y una
oración final.
Más tarde era ya la dispersión bajo un cielo ya casi oscurecido.
Algunos años llovía u orbayaba y todo contribuía al repliegue espiritual propio
del momento, del Día de los Difuntos. Las tumbas quedaban en su silenciosa
soledad y la vida seguiría con su inexorable devenir en el tiempo. Luego, el
Cementerio Civil se cerraba y todo retornaba a su rutina.