En 1982, Rossy y yo nos dirijimos con un Ford Fiesta matriculado en Texas hacia Coatzacoalcos, en el mero istmo de Tehuantepec. Cruzamos el Río Grande en Laredo. Al otro lado Nuevo Laredo y en el primer semáforo de la ciudad mexicana varios chamaquitos nos trataban de vender bolígrafos, dulces, zarapes, tequila, molinillos de viento. Hacía un sol de desierto. El cambio de Texas a México me estaba produciendo vértigo. La gente hablaba mi lengua, pero su mundo era totalmente inesperado. Cruzamos la ciudad sin perder detalle, conectando con sensaciones inmediatas de gente mestiza caminando con sus sombreros y sus botas de caña; oficinas, tiendas del abarrote, cantinas, bancos, dentistas, muchos dentistas; y licorerías para el turista gringo. Y nosotros éramos gringos. No había edificios de más de tres plantas.
En dirección a Minantitlán, a varios kilómetros de Coatzacoalcos una tormenta tropical comenzó a descargar sobre nosotros. El aguacero era tal que pronto la carretera parecía un río desbordado. Fui disminuyendo la velocidad y el pie me temblaba. El agua nos movía el carro, y lo peor era que nos
camión que iba delante de nosotros abriendo cauce. Pensé que posiblemente estuvieramos viviendo nuestro fin sin ninguna esperanza de ser salvados del agua. Había gente mirando desde un cueto cercano. Algo así como si estuvieran mirando un espectáculo. Hombre, mujeres, niños, atechados bajo cubiertas de hule; como apostando a ver si los carros podían sortear la inundación. Era extraño. Viví todo el episodio como un paroxismo. Me arrimaba al camión pero el coche se seguía deslizando. Nos dábamos por muertos, pero lo vivía como una indiferencia absoluta. Rossy no podía hablar.
Y de repente el carro, el Fiesta con matrícula de Texas, el Fiesta de los gringos iba haciendo pie sobre la carretera detrás del camión. Habíamos vuelto a nacer.