Unos creían que había sido un ruido pronunciado como de madera crujiendo. Otros decían que habían visto una figura como de alimaña rasgando muebles viejos. Otros decían que alguien estaba cortando las vigas de madera. Era una vieja mansión vacía, sin habitar desde hacía ya 50 años. Helmer siempre la había conocido en aquel estado desde que habitaba este barrio, pero nunca jamás había oído nada y ni siquiera le prestaba atención. El caserón destacaba un perfil a la luz de la luna como de un ser con vida propia. Una vieja carcasa dormida. La gente insistía que algo estaba pasando por las noches en la decrépita mansión. Ruidos. Crujidos. Una sierra o serrucho trabajando. Algunos también decían que
habían visto luces mortecinas moviéndose de un lado para otro a través de las ventanas.
Aquella noche Helmer se asomó a la ventana y contempló la mansión. Nada oía y nada veía. Pero en algún momento creyó ver un reflejo distorsionado sobre el cristal de una de las grandes ventanas de la fachada principal. El reflejo parecía definirse más como una silueta o figura no precisamente humana. Tampoco era un animal alzado de patas sobre el sucio cristal. Aquello parecía ser algo, pero él no tenía referencia alguna para compararlo. Y en ese instante por primera vez oía los ruidos que otra gente decía haber oído. Crujidos. Fuertes crujidos de madera. Sentió miedo. La figura de la ventana parecía ser consciente a juzgar por aquella mirada que se estrellaba contra la suya.
Sonó el timbre de casa. Una llamada intempestiva. Fue a abrir la puerta, pero en ese momento se daba cuenta que algo le fallaba. La respiración se le entrecortaba. Su mente se diluía en algo insensible. Su cuerpo se transformaba en un frío profundo. La puerta entonces se abrió y el mundo volvía ser la tonalidad oscura y vaporosa de pesada libertad.
16 marzo, 2018
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